miércoles, agosto 18, 2010

Lo que nos cuenta Rodolfo Izaguirre: la historia verdadera.





En los años cincuenta del pasado siglo se inició en Caracas una avasalladora búsqueda de la modernidad. Bajo el terror político que impuso la dictadura perezjimenista, con sus persecuciones y torturas, Caracas conoció, sin embargo, un acelerado fervor renovador y se expandió hacia el Este. El Nuevo Ideal Nacional, como se autodefinió la “ideología” de aquel régimen militar, impulsó un proceso de modernidad que se resquebrajó bruscamente a partir del 23 de enero,  con la caída de la dictadura. 

Tanto los socialdemócratas como los socialcristianos, pretendiendo sancionar al dictador y detuvieron el proceso renovador por considerarlo que se trataba de una “pesada herencia de la dictadura” y en cierto modo “castigaron” aquella renovación urbana y arquitectónica que hizo posible la célebre afirmación del arquitecto milanés Gio Ponti cuando vaticinó que Caracas estaba destinada a ser no sólo la capital mundial de la arquitectura moderna, sino la más bella ciudad moderna del mundo. El sistema vial, y duele decirlo: las grandes obras se hicieron durante el perezjimenato.

La República reiteraba así la violenta contradicción que la ha marcado, la ha afligido y la ha abrumado desde su nacimiento: ella quiere ser moderna, pero permanece anclada en una indignidad tercermundista que nos avergüenza; se sabe rica y petrolera pero nunca ha logrado superar los lamentables índices de pobreza y marginalidad que socavan sus aspiraciones de país floreciente. Anhela ser libre; ejercitarse y activarse en democracia, pero se ve azotada periódicamente por ramalazos autoritarios de aventureros en armas, caudillos civiles y dictaduras militares que la han empobrecido y maltratado en un empeño de siglos.

Mi vida venezolana es una muestra palpable de esa terrible contradicción. En lo personal soy un hombre moderno; hombre de cultura; de ideas avanzadas y progresistas, pero vivo en la confusión y en la incertidumbre de un país que tarda en encontrarse a sí mismo. Es más: !Nací bajo la perversión¡ Era apenas un niño de cinco años cuando Juan Vicente Gómez cometió, como dice Manuel Caballero, el único error que no se le está permitido a ningún dictador: el de morirse. Y como ha ocurrido con todos los caudillos y dictadores civiles o militares que han sido y continúan siendo en la historia venezolana y gustan apadrinar el autoritarismo invocando el nombre de El Libertador, también el Bagre había convertido a Bolívar en cómplice suyo, al punto que se le antojó morirse el día y mes en que murió El Libertador. 

Los enfermos y desilusionados huesos de Bolívar sólo sirven de amuleto a los gobiernos que utilizan su nombre para amparar o justificar sus desmanes y despropósitos. No padecí a Gómez pero mis hermanos mayores sufrieron sus vejámenes. De alguna manera supieron vengarse porque al conocerse la muerte del tirano los tumultos que se produjeron en Caracas y los saqueos a las mansiones de los más connotados gomecistas hicieron que mis hermanos trajeran a casa muebles y toneles de vino español. 

Aquel fue un momento único e insospechado porque a los cinco años y através de las celosías de las ventanas vi a una gente muy alborotada que si bien estuvo callada y aterrorizada durante 27 años estallaba ahora convertida en protagonista de su propia historia.

Rafael María Velasco era objeto de un profundo resentimiento popular y su casa, al igual que otras casas de gomecistas notorios, fue saqueada y tuvo que abandonar el país en febrero del 36 para morir 12 años más tarde en el exilio de Costa Rica. No lo sabía entonces pero era evidente que al beber el vino de aquellos toneles mis hermanos y sus amigos celebraban el hecho de que los saqueos, considerados como una estridente y violenta política de calle, señalaron frente a mi casa el camino hacia la democracia; y durante años, sentado en una bella silla giratoria que perteneció a Rafael María Velasco hice mis tareas escolares en el sólido y lujoso escritorio de caoba pulida sobre el que tantas veces Velasco, llamado El Sapo, Gobernador del Distrito Federal, firmaba las órdenes sangrientas de las represiones contra los estudiantes del 28 y las de los últimos años del régimen. Posteriormente, con la disolución de mi casa natal nunca supe que destino tuvieron la silla y el espectacular escritorio de El Sapo Velasco.

La ingenuidad, en todo caso, me hizo creer que con aquellos toneles de vino y los muebles de Rafael María, que en cierto modo tuvieron que ver con la historia de la República al final de la oprobiosa dictadura militar, perdonen la doble redundancia, me hizo creer que el país caminaría airoso por inexplorados senderos revelando a placer nuevas vivencias en libertad. !Pero no fue así¡ Tuve que esperar por la edad juvenil para tropezar nuevamente con el desaliento. El militarismo es como una maldición que gravita sobre Venezuela. Siendo yo un adolescente, el país perdió nuevamente el equilibrio y se desplomó sobre la República el fascismo ordinario de otro militar, Marcos Pérez Jiménez: una circunstancia que pesó sobre mí y sobre toda una generación. 

Quienes estuvieron conmigo en el grupo literario Sardio (Adriano González León, Salvador Garmendia, Guillermo Sucre, Elisa Lerner, Luis García Morales, Gonzalo Castellanos) y los que se agruparon en Tabla Redonda, el otro movimiento literario de los años sesenta: (Rafael Cadenas, Manuel Caballero, Jesús Sanoja Hernández, Jesús Enrique Guédez, Ligia Olivieri, Fernández Doris, Dario Lancini, que murió recientemente), detuvieron y postergaron durante diez años sus procesos creativos. Tuvimos que esperar una década y en algunos de nosotros un tiempo mayor para que unos y otros comenzáramos a producir y revelar los frutos de nuestra actividad creadora. Las ricas aunque difíciles vivencias acumuladas antes y durante el perezjimenismo tardarán años en revelarse a través de la literatura o las artes plásticas.

Aquel militar que fue Pérez Jiménez, apenas un teniente coronel cuando conspira contra Isaías Medina en octubre de 1945, detuvo nuestro proceso intelectual y paralizó la revelación de nuestras vivencias. Apoyándose en la tenebrosa Seguridad Nacional aterrorizó al país y cometió un crimen nefasto porque impidió que fluyera el pensamiento: cerró nuestras puertas y cegó las ventanas; obstaculizó las esclusas de la aventura intelectual. Nos convirtió en víctimas. La mía fue una generación tardía. 

Jesús Sanoja Hernández, al referirse a los integrantes de Sardio y de Tabla Redonda, dice en El día y la huella, libro publicado gracias a Manuel Caballero por la editorial Bidandco, que el mejor título para designar a estos grupos que consumen la edad del sueño en compromisos y destierros es el de la “otra generación”, porque no se salvó ninguno de ellos en el momento de cruzar ese Cabo de las Tormentas que se dobla cuando se llega a los treinta años. Esa “otra generación”, dice Sanoja, ha tenido la desventaja (o la ventaja) de cuajar tardíamente, en plena adultez, en el período en que ya el autor empieza a ser material biográfico. 

En 10 años, escribió Sanoja, apenas si Adriano González León y Juan Calzadilla y a última hora Guillermo Sucre, tuvieron la oportunidad de publicar notas en el “Papel Literario”; modo de “aver mantenencia” más que la expresión de lo que llevaban por dentro. Los otros eran unos desterrados en el sentido radical de la palabra, o unos sepultados por el cataclismo. Rafael Cadenas, en la poesía, necesitó rebasar los treinta años y su primer libro importante se titula precisamente “Cuadernos del destierro”. Salvador Garmendia, en la narrativa, llegó a esa edad sin haber escrito más que libretos radiofónicos. A Zapata, nadie lo conocía. Anibal Nazoa, a quien estaba reservado escribir la novela fantástica de Venezuela, el esperpento o el grottesco de la violencia, reventó, en su estilo de humor trascendente, ya transpuesta la treintena… Allí están. Pertenecen a la “otra generación”.

Hoy, a los ochenta años, instalado como estoy en el término y final de mi propio futuro, constato con furiosa tristeza que aquel país pleno, hermoso y satisfecho que avizoré y creí estar construyendo cuando joven; un país al que aspiraba moderno y vigoroso; libre, rico, sensible y culto, se asfixia en la hora actual en la mediocridad de una cultura cuartelaria; se hunde en la pobreza y en la confusión; se dilapida; se desgarra civil y moralmente; erosiona el lenguaje; se degrada desde el poder asaltado por un autoritarismo militar que se alimenta de sus propios abusos, corrupción y procacidad. No otro es el país que padecemos en los inicios del siglo 21, testigos como somos de la aniquilación de la democracia. De tal suerte que, en el ocaso de mi vida, en la siempre difícil, oscilante e incierta vida venezolana, debo enfrentar, como nunca antes, la dura experiencia de sentirme exiliado nuevamente en mi propio país, apartado, excluido, postergado y ofendido sólo por defender mi derecho a disentir. 

A no estar de acuerdo con muchas de las decisiones tomada desde el poder político y, aun menos, desde el organismo que se ocupa de los bienes culturales. La ofensa mayor que recibo es la de ser acusado de fascista justamente por quienes creen no serlo desde un absurdo contubernio cristiano-marxista. Porque nada es más cercano al fascismo que la ultraizquierda o la llamada izquierda autoritaria; nadie más parecido al héroe mesiánico o revolucionario que el tirano que aprieta y sojuzga.

Después de haber visto en el curso de mi vida los comportamientos autoritarios de Hitler, Stalin, Mao Tse Tung, Pol Pot, Castro o Sadan Hussein para no mencionar al haitiano Papa Doc, al Fujimori peruano o a algún déspota africano que masacra tribus y etnias que no les son afectas como si apagara una vela con un soplo, he aprendido a desconfiar del Héroe mucho antes de que se convierta en símbolo o en estatua y me haya expulsado de mi libertad. En este preciso instante puedo, y me es lícito, reiterar y enumerar mis recelos: desconfío de la palabra fácil y las promesas de los políticos que luego en el poder se transforman en seres autoritarios y perversos. Me aterran por eso los Mesías, Enviados, Salvadores y Revolucionarios que tratan de emular las pasadas hazañas de algún héroe local, porque se ocultan en ellos rencores sociales que, cuando asaltan al poder, destruyen los alcances, logros e instituciones existentes. Recelo de los nacionalismos, porque cierran las puertas y ventanas y asfixian a los países. Desprecio a los censores; abomino de los que delatan; rechazo a los que pontifican agitando el dedo índice; a los que se empeñan en afirmar que no son moralistas; a los que se comprometen a investigar las atrocidades derivadas de la propia perversión del poder y, al decirlo, mienten con descaro. De igual manera, desconfío de los que pronuncian la palabra “Patria”, porque generalmente son quienes más crímenes cometen invocándola. 

En cambio: !Apoyo a quién dijo que el mayor acto de patriotismo consiste en decirle a tu patria que está comportándose de forma deshonesta, estúpida y malévola¡ Me alejo también de los dogmáticos, de los fundamentalistas y obsesivos; de los que pregonan la pureza de sus actos administrativos y abomino de la justicia, cuando la veo sonreída y entregada al poder político o temblando ante el uniforme militar.

Siempre recordaré a Salvador Garmendia. Sostenía que era sano, urgente e imprescindible eliminar al ejército y tenía pavor a la Revolución: “Si aquí llegan a triunfar los revolucionarios, me decía, los primeros fusilados seremos nosotros, por el sólo hecho de no pensar como ellos”. Pero el ofrecimiento más patético sigue siendo el glorificado “hombre nuevo” que no es otro sino el hombre triste y desorientado de siempre. Lo afirma Rafael Cadenas: cuando “el hombre nuevo” no tiene ya la obligación de desempeñar ese papel tan incómodo, vuelve a ser el de antes, el de hace miles de años. Y Darío Lancini, que acaba de fallecer, me confesó que él creería en ese hombre nuevo, el día que le mostraran a la mujer nueva. 

No nos merecemos tanto oprobio como tampoco se lo merece la República. No lo mereció mi infancia sojuzgada por el tenebroso laconismo del tirano Gómez tan en contraste con la insufrible e inagotable verborrea del actual presidente venezolano; tampoco lo mereció mi juventud bajo el autoritarismo militar de Pérez Jiménez y mucho menos esta hora mía, senil, brutalizada por un lenguaje presidencial tosco y de cuartel tercermundista.

No ha logrado el país venezolano revelar total y cabalmente sus propias y más recientes vivencias porque para hacerlo necesitaría un tiempo de quietud y reflexión que jamás han conocido los pasillos y salones del Palacio de Miraflores siempre alterados por las contingencias políticas a veces turbulentas y siempre azarosas. Creyó hacerlo Isaías Medina Angarita y no le alcanzó el tiempo. Lo intentó Rómulo Gallegos y le fue peor. Después de Pérez Jiménez el país vivió casi cuarenta años de cultura democrática, pero en sobresalto, en una angustia permanente. 

El fantasma del caudillo —civil o militar— no ha dejado de acosarnos. Durante el largo período democrático conocimos a dos de ellos: Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez con el agravante de que sus respectivos partidos o, mejor dicho, los “cogollos” de sus partidos, también aprendieron a serlo. Tan caudillos fueron que nos precipitaron al abismo donde seguimos cayendo. Nos quejamos de la pérdida cada vez creciente de nuestra calidad de vida pero creo que deberíamos pensar también en el empobrecimiento de nuestra condición humana.

Nuestras vidas, la del escritor, la del artista en particular, son muy vulnerables y están expuestas, como se dice, a todos los vientos. Personalmente no tengo fuerza ni me asiste poder político alguno porque la política no es mi oficio. Pero por mi condición de hombre de cultura tiendo a ser un solitario capaz, en todo caso, de construir una burbuja, en la que vivo, una versión personalísima de aquella antigua Torre de Marfil en la que se aislaba el escritor. 

Un estupendo lugar de trabajo no sólo para el escritor sino para el compositor, el artista plástico; para todos porque nadie lo molesta a uno. Sin embargo, aquella magnífica Torre de Marfil siempre fue vilipendiada, por quienes se empeñaban, desde la izquierda marxista, en que toda manifestación artística debía tener, contener o proponer indefectiblemente un mensaje como si se tratara de la oficina de correos o de algún servicio de mensajería. Entonces era frecuente escuchar cosas como: ¿Cuál es el mensaje de esa película? ¿Qué mensaje tiene ese cuadro? ¿Dónde está el mensaje de los Mandala o del Trío número dos llamado Espejos que en homenaje a Ravel compuso Diógenes Rivas? !Dentro de esa burbuja vivo ahora, refugiado o protegido de la intemperie¡ En ella he practicado una puerta por la que me asomo al mundo exterior para constatar que él sigue allí. Me conecto con los amigos que aun no han desertado de la vida y cultivo en mi memoria la alegría que en vida mantuvieron los que ya no están; me muevo en Internet y trato de encontrar respuestas a lo que me acontece como habitante de este país. No es que abandone mi conciencia ciudadana. Es mi manera de sentirme activo, solidario y dispuesto. Tengo libros que aun no he leído y muchos más que tengo que releer; hay películas que me faltan por ver y músicas por escuchar o seguir escuchando hasta el fin de mis días y espero seguir participando en los futuros festivales de ATempo.

Mi mayor deseo sería, por ejemplo, reiterar la gloria que alcancé ayer en la primera Jornada de Atempo, con la presentación del libro de Inés Silva refrescando la memoria del grupo Madi antes de que las sonoridades de las Ondas Martenot invadieran estos espacios y resonaran en ellos el violín de David Nuñez y la guitarra de Pablo Gómez y recibiera nuestro espíritu la fresca iluminación que irradian los Senderos de Antonio Pileggi. 

Hay mucho espacio que debo recorrer y no hay autoridad alguna que me lo impida; hay muchos otros senderos por los que debo aventurarme tan cautivadores como los que comienza a trazarse Antonio Pileggi desde el doble sacerdocio y liturgia de su vida espiritual y musical.

Pero he descubierto también que la vida se rebela contra todo lo que trata de explicarla y se niega a que se la confunda con esas explicaciones. La vida es como los países: tampoco ellos tienen por qué explicarse. Era Bergson quien pretendía que la existencia espontánea revela una realidad que no es otra que la del espíritu. Unamuno se refería a los misteriosos deseos del alma por encima de las constricciones del espíritu, y harto de tantas explicaciones de la vida Chesterton afirmó que la vida es anterior a ellas y rechazó las estrecheces de esas explicaciones. 

Somos muchos los que nos hemos negado a degradar la complejidad de la vida en una simple organización intelectual. Quiero decir que la vida se rebela contra los sistemas y métodos que buscan constreñirla. La vida supera al músico. Se le escapa al artista. Se burla del escritor. Se encrespa cuando el político de la ultraizquierda pretende negarla hoy para hacerla posible mañana. Por eso conviene dejarla ir; que fluya libremente al igual que la muerte socavando o encontrando su propio cauce. 

El nacional socialismo proclamado por Hitler se creía eterno e invulnerable. Quiso acabar con los judíos en nombre de una raza superior y acabó suicida en un bunker berlinés asediado por los tanques rusos y el socialismo soviético se esforzó por acabar con una clase social tradicionalmente productiva y esclarecida; tardó setenta años en percatarse de que no iba a ninguna parte y cayó sin que se hiciera violencia contra él, como caen los mangos en el solar de mi casa.

El marxismo y su praxis, que raramente atendieron las angustias y palpitaciones del corazón humano, constreñidos como estaban por el peso y la adhesión ideológicos convertidos en catecismos e instrumentos de fé, ya no resultaron tan esclarecedores y no dio para más y la perestroika le reventó el corazón que nunca tuvo. Aquel venezolano que pedía a gritos que no se distribuyeran ni se leyeran los libros de Mario Vargas Llosa como castigo por los artículos en los que discrepaba de la “ideología bolivariana” estaba agitando una oscura bandera ideológica pero empapada de una Fe no menos tenebrosa. Estaba marcando, entre los venezolanos, el camino que trazaron Adolfo Hitler y José Stalin.

Está condenada al fracaso cualquier ideología que pretenda elevarse a las subjetivas alturas de la fé con el propósito no de salvar nuestras almas sino de proteger, vigilar y encauzar lo que abusivamente el ideólogo considera un destino extraviado, es decir, la existencia de quienes se le oponen. !Nuestro mayor temor en la actual hora bolivariana es el miedo¡ No el miedo a la página en blanco que el escritor tiene que poblar de historias y atmósferas; tampoco el temor del músico a la composición; el pánico que suele acompañar al actor antes de levantarse el telón o antes de que el director de la película diga: “!Acción¡”. 

No es el terror de la bailarina convertida en Odile el perverso Cisne Negro que en el tercer acto de El lago de los cisnes debe ejecutar a la perfección y con el más depurado virtuosismo técnico los famosos 32 fouetés en tournant de Marius Petipas, difíciles y consagratorios. Estos son temores que por el contrario ofrecen momentos de superación, caminos de liberación; señales de un combate contra las convenciones y lo establecido; cruces que van marcando en el mapa el tesoro oculto en nuestra propia sensibilidad. 

No se trata tampoco, ni de lejos, del miedo a la oscuridad, el terror a los espectros y enviados de ultratumba o los terrores que los curas con los hierros candentes del pecado y del infierno marcaron nuestras almas desde la infancia porque esos son terrores que permanecen anclados en los subterráneos de nuestra memoria. No son tampoco los miedos que para gloria de la poesía dejó anotados Rainer María Rilke en los Cuadernos de Malte Laurid Brigge: el miedo de que esta miga de pan sea de vidrio al caer y se rompa; el de una cifra que comience a crecer en mi cerebro y no haya espacio para contenerla… porque éstos son iluminados temores del alma poética. 

Me refiero a estos nuevos, miserables e inevitables terrores que diariamente nos abruman: las intemperancias del caudillo, el miedo de pasar por una determinada esquina de la Plaza Bolívar; el de cruzar la calle y coger la otra acera cuando vemos avanzar hacia nosotros al policía o al sujeto malencarado; el de toparnos con un grupo de muchachos violentos e irrespetuosos. El no saber si regresaremos a casa. La degradación moral y la miseria humana. El miedo a los motociclistas, a las clínicas colapsadas, a los hospitales contaminados; a los alimentos descompuestos de Pdval como trágica metáfora del otrora jactancioso país petrolero convertido hoy en un gigantesco animal podrido bajo el sol. Y por supuesto, el miedo mayor que se engendra desde el poder político: el miedo a opinar, a expresar libremente nuestras ideas a riesgo de podrirnos también en una cárcel mientras los jueces miran hacia otro lado. Y el más perverso y ominoso de todos: el de autocensurarnos por temor a un castigo del que no atinamos a calcular su peso antes de que nos golpee. Callar, obedecer por temor, mutilarnos el alma.

José Antonio Marina en su libro Anatomía del miedo, publicado por Anagrama sostiene que el miedo es la gran herramienta para dominar a otras personas y que por eso, la acción de los terroristas es tan eficaz. Dice que el miedo es la gran esclavitud y explica que desde un poder político abusivo hay dos formas de aprovecharse del miedo: producirlo o presentándose como el que lo va a solucionar. Muchas personas y sociedades quieren un salvador que las saque de sus problemas y que se los resuelva; que les ofrezca seguridad aunque para ello estén dispuestas a darle todo tipo de poderes. El hombre mezquino, incapaz de valorarse a sí mismo, tiende a sacrificar su libertad por la seguridad. Le importa más el bienestar económico que el progreso moral. Y sólo la valentía puede frenar semejante tristeza entendiendo por valentía, justamente, el ejercicio de la libertad, la lucha por nuestra liberación. Esta lucha, entre nosotros, no es nueva.

Basta decir que en su momento, hace por lo menos 150 años, Simón Rodríguez dijo que no bastaba la hazaña de Simón Bolívar de haber conquistado la independencia política porque aun nos faltaba conquistar la libertad: esa libertad que sólo puede lograrse individualmente en el saber y en la perfección pedagógica. !Lo que todavía no hemos logrado¡

Sin embargo, soy un espacio que aun no ha sido invadido por la arbitrariedad y el autoritarismo militar. Un espacio vulnerable, es verdad; un espacio que puede ser asediado y quebrantado en cualquier momento por las armas del rencor social y de la perversidad de quienes las emplean y manejan; pero es un espacio  vulnerable sólo en apariencia porque su muralla, su mayor amparo y protección; lo que lo sostiene y defiende es el honor y el anhelo de justicia y libertad que encuentro con quienes me comparto. 

Quiero decir: la revelación y el ejercicio constante de las vivencias de una cultura democrática que se enseñoreó en nosotros durante cuarenta años ininterrumpidos y a lo largo de un siglo de vivir en paz sin hacerle la guerra a nadie.

Nuestra mayor defensa en la hora actual venezolana es la convicción de que ella reside en la armonía, pluralidad y diferencias de nuestras respectivas identidades; en encontrarnos unos a otros y, sobre todo (!y es lo más dificil¡) encontrarse uno consigo mismo reconociendo esas diferencias y rechazando la imposición de cualquier clase de criterios únicos, dogmáticos, abusivos, excluyentes y discriminatorios. A la larga, este rechazo a los fundamentalismos evitará que se prolongue la violencia política, los miedos de que se vale el poder para sojuzgarnos y auspiciará un mayor conocimiento de otras culturas, de otras conductas sociales y civiles ejercidas en libertad a fin de que podamos reconstruir, finalmente, nuestro destruido tejido social y cultural y revelar gloriosamente las vivencias y anhelos de la nación que somos.

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