miércoles, julio 26, 2006
lunes, julio 24, 2006
Un pequeño ensayo de colores multiples
Los colores de mi hijo
Indira Páez
Yo nací en una casa de lo más multicolor. Y no, no me refiero a las paredes. Esas eran blancas, como las de cualquier casa de Puerto Cabello en los setenta. Mi casa era multicolor por dentro. Y es que mi mamá es de piel tan clara, que sus hermanos la bautizaron “rana platanera”. Y mi papá era de un trigueño agresivo, con bigote de charro, sonrisa de Gardel y cabello ensortijado, estirado a juro con brillantina. La vejez lo ha desteñido, a mi papá. Como si la melanina se acabara con el tiempo. Como si los años fueran de lejía.
De esa mezcla emulsionada salimos nosotros, cinco hermanos de lo más variopintos. Mi hermano mayor, vaya usted a saber por qué, parece árabe. Ojos penetrantes, nariz aguileña, frente amplia y cabello rizado (cuando existía, pues ahora ostenta una calvicie de lo más atractiva). Le sigue una hermana preciosa, nariz perfilada, pecas, ojos inmensos, sonrisa como mandada a hacer. Castaña clara y de cabello cenizo. Se ayuda con Kolestone, vamos a estar claros. Pero le queda tan bien que parece que hubiera nacido así.
Al tercero, extrañamente, le decían “el catire”. Nunca entendí por qué, con ese cabello de pinchos rebeldes que crece hacia arriba. Eso sí, tan rana platanera como la madre. Yo soy trigueña como mi padre, y mi nariz delata algún ancestro africano por ahí. Y mi hermana menor es pecosa y achinada, como si en algún momento los genes se hubieran vuelto locos y por generación espontánea hubieran creado una sucursal asiática en la casa.
Así, los almuerzos en mi casa parecían más una convención de las naciones unidas que otra cosa. Claro que yo jamás me di cuenta de eso. Para mí eran almuerzos, punto. Con el olor inenarrable de las caraotas negras de mi mamá y las tajadas de plátano frito que se hacían por kilos.
De chiquita nunca entendí por qué en el colegio de monjas un día una niñita me preguntó si mi papá era el chofer. Tampoco supe por qué no lo habían dejado entrar a cierto local nocturno muy de moda en los ochenta. Yo jamás me fijé en los colores de mi familia. Mi papá, mi mamá y mis hermanos, siempre fueron exactamente eso: mi papá, mi mamá y mis hermanos.
Cuando yo era chiquita pensaba que los colores los tenían las cosas, no la gente. No entendía por qué a algunos les decían negros si yo los veía marrones, y a otros les decían blancos si yo los veía como anaranjado claro tirando a rosa pálido. Y menos aún entendía por qué aparentemente y para muchos adultos, era mejor ser “blanco” que “negro”. Una vez mi papá se comió un semáforo y alguien le gritó: “¡negro tenías que ser!”. Yo me quedé estupefacta al descubrir que los “blancos” jamás se comían los semáforos.
Así las cosas, comenzó en mi adolescencia una suerte de fascinación por aquello de los colores de la gente, las etnias, las razas y esos asuntos que parecían importar tanto a la humanidad. Tanto, que hasta guerras entre países generaba. Tanto, que se mataba la gente por asuntos de piel. De genes. De células. De melanina.
Yo buscando vivencias reales, y con lo enamorada que soy, tuve novios marrones, rosados, amarillos y uno hasta medio verdoso. Me casé con un italiano y tuve una hija que parece una actriz de Zefirelli. Y finalmente me enamoré hasta los huesos y me casé otra vez. Con un marrón. Un marrón de esos que la gente llama “negro”.
Una tía abuela me dijo cuando me casé: “ni se te ocurra tener hijos con ese hombre, porque te van a salir negritos”. A mí no me cabía en la cabeza que a estas alturas de la historia universal, alguien pudiera hacer un comentario como ese. Pero mi tía tiene 84 años, y uno, a la gente de 84 años, le perdona todo. Hasta el racismo.
Como soy bien terca salí embarazada de mi esposo marrón. El embarazo fue una montaña rusa total, así que cuando nació mi hijo, sano, con diez deditos en las manos y diez en los pies, un par de ojos, orejas, boca, nariz y gritos, yo estallaba de felicidad. Y cuando uno estalla de felicidad, no escucha nada.
Pero resulta que han pasado cinco meses, y aunque sigo felicísima, se me ha ido pasando la sordera. Y como soy tan bruta, no termino de entender cómo es que tanta gente, que no solo mi tía la de 84, me pregunta “¿y de qué color es el niño?”. Sí, sí, así mismo. “¿De qué color es?”. Les importa muchísimo ese detalle a algunos. Tal vez a demasiados. Una amiga de España. Una antigua vecina. Una ex compañera de colegio. Una gente cualquiera que no tiene 84 años. Una gente que, que yo sepa, no pertenece al partido Neo Nazi, ni milita en el Ku Klux Klan, ni es aria, ni tiene esvásticas en la ropa. Una gente que se ofende si uno les dice racista. Llegan así, llaman, escriben. Y lo primero que preguntan, antes de esas típicas preguntas de viejita: “¿Cuánto pesó ?” “¿Cuánto midió?” “¿Lloró mucho?” “¿y de qué color es?”.
Y la verdad, lo confieso, a riesgo de quedar como una madre desnaturalizada, es que yo no me había fijado de qué color era mi hijo. Porque cuando nació mi hija la italianita nadie me preguntó eso.
Entonces no pensé que era tan importante saberse el color del hijo. Yo me sabía la fecha de su primera sonrisa. Me sabía cuándo se le puso la triple, cuándo comió papilla por primera vez. Sabía que tenía tres tipos de llanto (uno de hambre, uno de sueño y uno de ñonguera). Sabía que por las noches le gustaba quedarse dormida en mi pecho. Cosas, pues, intrascendentes. Igual con mi bebé. Ya me sé sus ojos de memoria, por ejemplo. A veces están a media asta y es que tiene sueño, pero lucha porque no quiere perderse nada. Me sé sus saltos cuando quiere que lo cargue. La temperatura de su piel, el olor de su nuca.
Pero el domingo pasado me encontré a una ex compañera de trabajo que no veía desde mi preñez, y ¡zuás!, me lanzó la pregunta. “¿Ya nació tu hijo? ¿Y de qué color es?”. Me agarró desprevenida, y no supe qué responderle, pero me prometí a mí misma averiguarlo, ya que a tanta gente parece importarle el asunto. Debe ser que es algo vital, y yo de mala madre no he prestado atención a la epidermis de mis críos.
Así que ante tanta curiosidad de la gente, me he puesto a detallar los colores de mi hijo. Y resulta que mi bebé es un camaleón. Sí, de verdad. Cambia de colores. A las cinco y media de la mañana, cuando se despierta pidiendo comida, es como rojo. Un rojo furioso y candelero. Después se pone como rosadito, y se ríe anaranjado. A veces pasa el día verde manzana, y me provoca darle mordiscos por todos lados. Cuando lo baño, y chapotea con el agua, se vuelve como plateado, una cosa increíble. Cuando se le cierran los ojitos del sueño, es amarillo pollito y provoca acunarlo y meterlo bajo las dos alas acurrucadito. Finalmente se duerme y, lo juro por Dios, se pone azul. Y brilla en la oscuridad.
Ese es mi hijo, multicolor. Sé que va a ser un poco difícil llenarle la planilla del pasaporte, o contestarles a las ex compañeras de colegio cuando pregunten de qué color es mi hijo. Pero eso es lo que hay. Lo juro. Mi hijo es color arco iris.
Indira Páez
Yo nací en una casa de lo más multicolor. Y no, no me refiero a las paredes. Esas eran blancas, como las de cualquier casa de Puerto Cabello en los setenta. Mi casa era multicolor por dentro. Y es que mi mamá es de piel tan clara, que sus hermanos la bautizaron “rana platanera”. Y mi papá era de un trigueño agresivo, con bigote de charro, sonrisa de Gardel y cabello ensortijado, estirado a juro con brillantina. La vejez lo ha desteñido, a mi papá. Como si la melanina se acabara con el tiempo. Como si los años fueran de lejía.
De esa mezcla emulsionada salimos nosotros, cinco hermanos de lo más variopintos. Mi hermano mayor, vaya usted a saber por qué, parece árabe. Ojos penetrantes, nariz aguileña, frente amplia y cabello rizado (cuando existía, pues ahora ostenta una calvicie de lo más atractiva). Le sigue una hermana preciosa, nariz perfilada, pecas, ojos inmensos, sonrisa como mandada a hacer. Castaña clara y de cabello cenizo. Se ayuda con Kolestone, vamos a estar claros. Pero le queda tan bien que parece que hubiera nacido así.
Al tercero, extrañamente, le decían “el catire”. Nunca entendí por qué, con ese cabello de pinchos rebeldes que crece hacia arriba. Eso sí, tan rana platanera como la madre. Yo soy trigueña como mi padre, y mi nariz delata algún ancestro africano por ahí. Y mi hermana menor es pecosa y achinada, como si en algún momento los genes se hubieran vuelto locos y por generación espontánea hubieran creado una sucursal asiática en la casa.
Así, los almuerzos en mi casa parecían más una convención de las naciones unidas que otra cosa. Claro que yo jamás me di cuenta de eso. Para mí eran almuerzos, punto. Con el olor inenarrable de las caraotas negras de mi mamá y las tajadas de plátano frito que se hacían por kilos.
De chiquita nunca entendí por qué en el colegio de monjas un día una niñita me preguntó si mi papá era el chofer. Tampoco supe por qué no lo habían dejado entrar a cierto local nocturno muy de moda en los ochenta. Yo jamás me fijé en los colores de mi familia. Mi papá, mi mamá y mis hermanos, siempre fueron exactamente eso: mi papá, mi mamá y mis hermanos.
Cuando yo era chiquita pensaba que los colores los tenían las cosas, no la gente. No entendía por qué a algunos les decían negros si yo los veía marrones, y a otros les decían blancos si yo los veía como anaranjado claro tirando a rosa pálido. Y menos aún entendía por qué aparentemente y para muchos adultos, era mejor ser “blanco” que “negro”. Una vez mi papá se comió un semáforo y alguien le gritó: “¡negro tenías que ser!”. Yo me quedé estupefacta al descubrir que los “blancos” jamás se comían los semáforos.
Así las cosas, comenzó en mi adolescencia una suerte de fascinación por aquello de los colores de la gente, las etnias, las razas y esos asuntos que parecían importar tanto a la humanidad. Tanto, que hasta guerras entre países generaba. Tanto, que se mataba la gente por asuntos de piel. De genes. De células. De melanina.
Yo buscando vivencias reales, y con lo enamorada que soy, tuve novios marrones, rosados, amarillos y uno hasta medio verdoso. Me casé con un italiano y tuve una hija que parece una actriz de Zefirelli. Y finalmente me enamoré hasta los huesos y me casé otra vez. Con un marrón. Un marrón de esos que la gente llama “negro”.
Una tía abuela me dijo cuando me casé: “ni se te ocurra tener hijos con ese hombre, porque te van a salir negritos”. A mí no me cabía en la cabeza que a estas alturas de la historia universal, alguien pudiera hacer un comentario como ese. Pero mi tía tiene 84 años, y uno, a la gente de 84 años, le perdona todo. Hasta el racismo.
Como soy bien terca salí embarazada de mi esposo marrón. El embarazo fue una montaña rusa total, así que cuando nació mi hijo, sano, con diez deditos en las manos y diez en los pies, un par de ojos, orejas, boca, nariz y gritos, yo estallaba de felicidad. Y cuando uno estalla de felicidad, no escucha nada.
Pero resulta que han pasado cinco meses, y aunque sigo felicísima, se me ha ido pasando la sordera. Y como soy tan bruta, no termino de entender cómo es que tanta gente, que no solo mi tía la de 84, me pregunta “¿y de qué color es el niño?”. Sí, sí, así mismo. “¿De qué color es?”. Les importa muchísimo ese detalle a algunos. Tal vez a demasiados. Una amiga de España. Una antigua vecina. Una ex compañera de colegio. Una gente cualquiera que no tiene 84 años. Una gente que, que yo sepa, no pertenece al partido Neo Nazi, ni milita en el Ku Klux Klan, ni es aria, ni tiene esvásticas en la ropa. Una gente que se ofende si uno les dice racista. Llegan así, llaman, escriben. Y lo primero que preguntan, antes de esas típicas preguntas de viejita: “¿Cuánto pesó ?” “¿Cuánto midió?” “¿Lloró mucho?” “¿y de qué color es?”.
Y la verdad, lo confieso, a riesgo de quedar como una madre desnaturalizada, es que yo no me había fijado de qué color era mi hijo. Porque cuando nació mi hija la italianita nadie me preguntó eso.
Entonces no pensé que era tan importante saberse el color del hijo. Yo me sabía la fecha de su primera sonrisa. Me sabía cuándo se le puso la triple, cuándo comió papilla por primera vez. Sabía que tenía tres tipos de llanto (uno de hambre, uno de sueño y uno de ñonguera). Sabía que por las noches le gustaba quedarse dormida en mi pecho. Cosas, pues, intrascendentes. Igual con mi bebé. Ya me sé sus ojos de memoria, por ejemplo. A veces están a media asta y es que tiene sueño, pero lucha porque no quiere perderse nada. Me sé sus saltos cuando quiere que lo cargue. La temperatura de su piel, el olor de su nuca.
Pero el domingo pasado me encontré a una ex compañera de trabajo que no veía desde mi preñez, y ¡zuás!, me lanzó la pregunta. “¿Ya nació tu hijo? ¿Y de qué color es?”. Me agarró desprevenida, y no supe qué responderle, pero me prometí a mí misma averiguarlo, ya que a tanta gente parece importarle el asunto. Debe ser que es algo vital, y yo de mala madre no he prestado atención a la epidermis de mis críos.
Así que ante tanta curiosidad de la gente, me he puesto a detallar los colores de mi hijo. Y resulta que mi bebé es un camaleón. Sí, de verdad. Cambia de colores. A las cinco y media de la mañana, cuando se despierta pidiendo comida, es como rojo. Un rojo furioso y candelero. Después se pone como rosadito, y se ríe anaranjado. A veces pasa el día verde manzana, y me provoca darle mordiscos por todos lados. Cuando lo baño, y chapotea con el agua, se vuelve como plateado, una cosa increíble. Cuando se le cierran los ojitos del sueño, es amarillo pollito y provoca acunarlo y meterlo bajo las dos alas acurrucadito. Finalmente se duerme y, lo juro por Dios, se pone azul. Y brilla en la oscuridad.
Ese es mi hijo, multicolor. Sé que va a ser un poco difícil llenarle la planilla del pasaporte, o contestarles a las ex compañeras de colegio cuando pregunten de qué color es mi hijo. Pero eso es lo que hay. Lo juro. Mi hijo es color arco iris.
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