Después de votar hundo mi dedo meñique en el tintero: tengo la mala constumbre de hacerlo, para que el tinte violáceo me dure por muchos días. Luego salgo del centro de votación y deambulo por los alrededores: busco una empanada de cazón, un jugo de durazno. Llegando al expendio de empanadas, un joven le dice a otro: “Fulanito, ¿no vas a votar?” Y el otro contesta: “¿Y cuánto hay pa’ eso? La gente se arremolina; la cola de votantes crece; el día transcurre. Detecto un movimiento extraño cerca del portón; al comienzo no lo entiendo, porque hay camisas rojas que se acercan a gente de la cola, murmuran algo, y luego se alejan.
El procedimiento se acentúa conforme cae la tarde. Sigo sin entender hasta que un hombre de mediana edad se me acerca por detrás y me dice: “Están comprando votos. A doscientos bolívares. Se me ocurre acercarme al portón y hablar con uno de los guardias. Le digo: “¿No le parece que esto no lo deberían permitir?” Me contesta: “Nuestra jurisdicción es del portón hacia dentro; lo que ocurra afuera no es asunto nuestro.” Le replico: “¿Pero ustedes no son los garantes del orden público?” Me contesta: “Nada podemos hacer con gente que lo que tiene es basura en la cabeza.”
La respuesta me sorprende mucho y decido retirarme. Veo venir madres solteras, ancianitos encorvados, incluso jóvenes que alguien me identifica como consumidores de crack. Todos seguramente con su bono electoral, que no con su voto. Reconozco que la miseria construye miseria Se me viene a la cabeza una frase: “Democracia tarifada”. En verdad, pienso, nunca se ha tratado de un torneo entre oponentes, sino de tibios ejercicios de esgrima frente a un Ogro Filantrópico.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario