jueves, enero 05, 2012

Los Alaridos de Dolor en Korea del Norte


¿Es posible que todo un pueblo enloquezca? Indiscutiblemente, algunas veces parece que sí.

Las imágenes de cientos de miles de norcoreanos dando alaridos de dolor por la muerte de Kim Jong-il sugieren algo que es muy desconcertante. Pero, ¿qué es?, ¿una muestra de delirio colectivo?, ¿la práctica de un ritual de masoquismo colectivo?

Kim fue un brutal dictador que se mimaba con los mejores licores de Francia (presuntamente gastaba en licores 500.000 dólares al año), con sushi fresco que le traían vía aérea desde Tokio, y que tenía a su disposición a los mejores y más caros chefs, mientras que millones de sus súbditos morían de hambre. Sin embargo, aquí ahora se ven a las masas a las que él acosó, a los súbditos a los que oprimió, lamentando a gritos su muerte, tal como si hubiesen perdido a su amado padre.

Es verdad que las personas que mostraron públicamente su pesar en Pyongyang pertenecen a la clase más privilegiada y es también verdad que los alaridos dramáticos son una de las formas tradicionales en las que los coreanos expresan congoja. Aun así, la conducta transmitida por los medios de comunicación desde Corea del Norte mostraba desolación. ¿Existe una explicación plausible para esto?

En primer lugar, los norcoreanos no están solos en esto. Casi ningún otro país sufrió más de lo que sufrió Polonia como consecuencia de las crueldades de Joseph Stalin; no obstante, muchos polacos también lloraron públicamente después de su muerte. Por supuesto, es posible que hubiesen sido obligados a ello – lo que es una manera horrenda de forzar a que las personas se auto-humillen. El pueblo no sólo tuvo que aguantar patadas en los dientes, sino que también tuvo que agradecer a su torturador y lamentar su muerte.

Está claro que los norcoreanos que se niegan a mostrar una profunda tristeza en ocasiones de duelo público corren serios riesgos – sus hijos son expulsados de la escuela, sus carreras se ven bloqueadas, tal vez incluso se los envíe a campos de trabajos forzados. Creer en la propaganda en un Estado totalitario puede ser una forma de auto-preservación. Cuanto uno siente mayor cantidad de dudas que no puede expresar abiertamente, la vida se hace más tortuosa.

Si un ser humano inteligente puede obligarse a sí mismo a creer en algo que es totalmente desquiciado es una pregunta interesante. ¿Puede suprimirse el escepticismo humano? En todo caso, no cabe duda de que dicho escepticismo puede ser silenciado.

Sin embargo, a pesar de que no existe duda sobre que la coerción es un factor en las escenas de Pyongyang, tal vez no sea la única explicación. La histeria colectiva puede tomar muchas formas. Sería demasiado fácil asumir que un comportamiento tan humillante siempre es falso, es decir es una forma de actuación.

Consideremos, por ejemplo, un estallido menos siniestro de histeria pública: las emociones extraordinarias expresadas por muchas personas en Gran Bretaña después de la muerte de la princesa Diana. Hombres y mujeres que la habían conocido sólo de a través de artículos en revistas o mediante cobertura televisiva afirmaron que la muerte de Diana los había afectado más profundamente que el fallecimiento de sus propios padres. Es probable que no estuviesen mintiendo. Puede parecer grotesco, pero el sentimiento parecía ser sincero.

A menudo suprimimos el dolor real, como por ejemplo aquel que es causado por la pérdida de un miembro de la familia. Entumecimiento, en lugar de histeria, es la norma. Sin embargo, nuestros sentimientos deben encontrar una salida de alguna manera, y dichos sentimientos puede surgir cuando una celebridad muere.

Toda la emoción relacionada a un duelo personal real que fue contenida puede salir a borbotones en un evento público. Las personas aparentemente están llorando por la princesa Diana, pero en realidad lloran por los seres queridos que perdieron. El sentimiento es desplazado – de hecho, es colocado en el lugar equivocado. El duelo de este tipo es una forma de sentimentalismo, pero no obstante puede ser sincero.

A veces, la muerte de una figura pública nos hace llorar la muerte de nuestras propias vidas. Es irrelevante si la persona que ha muerto es una princesa amada, un cantante popular, o un dictador sanguinario. Hemos crecido con ellos, son parte de nuestro ser. Cuando ellos mueren, un poco de nosotros muere con ellos.

La histeria de masas es altamente contagiosa. Visité Corea del Norte el año que el padre de Kim Jong-il, Kim Il-sung (el Gran Líder), murió. Como parte de nuestro programa de turismo obligatorio teníamos que rendir homenaje a su monumento– una estatua gigante de él – ubicado en el centro de Pyongyang. Nos pusimos de pie debajo de los pies de mármol del Gran Líder, rodeados de flores y coronas fúnebres, mientras que se reproducía el sonido de mujeres sollozando través de grandes y sonoros altavoces.

Vi como filas y filas de escolares uniformados eran llevados por sus profesores ante el monumento. Los escolares, al principio, se veían impasibles, mostrando rostros de póker que son los rostros habituales de las personas que están acostumbradas a esperar que las autoridades les digan cómo comportarse. A continuación, los profesores comenzaban a emitir sonidos apropiados para expresar congoja de manera pública. Los gemidos se iban convirtiendo en fuertes alaridos, luego venía el grito de “¡padre, padre!, ¿por qué nos has dejado?” Poco a poco, los niños seguían el ejemplo de sus profesores, y comenzaban a gritar con toda su alma. Lloraban al ver el llanto de sus profesores.

¿Fue esta una expresión auténtica de congoja? ¿Quién puede decir si fue así? Las lágrimas aparentaban ser bastante reales. Ambos, profesores y alumnos probablemente sintieron algo, incluso tal vez sintieron una profunda angustia. Puede que algunos de ellos estuviesen lo suficientemente adoctrinados como para sentir que el Gran Líder realmente era una figura paterna benigna, a quien le debían todo lo que tenían.

Otros, sin duda, desplazaron sus emociones, las mismas que podrían haber provenido de cualquier cantidad de penas privadas y públicas. Después de todo, los pobres norcoreanos tienen mucho por qué llorar. La vida en una dictadura totalitaria es una miseria cotidiana. Y, por lo tanto lloran por los hombres quienes son en gran parte los responsables de dicha miseria.

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Ian Buruma es profesor de Democracia y Derechos Humanos en el Bard College y como autor su obra más reciente es Taming the Gods: Religion and Democracy on Three Continents (“La doma de los dioses. Religión y democracia en Tres continentes”).



Copyright: Project Syndicate, 2012.
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Traducido del inglés por Rocío L. Barrientos.

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