El 11-A y la deriva autoritaria de Venezuela, por Margarita López Maya
Ensayo perteneciente a la recopilación "Golpe al vacío" (2012), publicada por la editorial Lugar Común
Por Prodavinci | 11 de Abril, 2013
Volver sobre el 11 de abril de 2002 no resulta tarea fácil. Sobre ese evento seguimos los venezolanos teniendo interrogantes y emociones. En mi caso particular, sobre el 11-A he escrito varias veces, antes y después de que sucediera. Ahora, cuando reviso esos artículos y otros materiales para emprender esta reflexión diez años después, no deja de sorprenderme lo anunciado que fue este suceso. Lo que tuvo de predecible. Lo tuvimos ante nuestros ojos con meses de anticipación, sin embargo, cuando llegó, pareció increíble. Ahora tiene algo de irreal, pero en el discurso político, en las conversaciones y en los diversos estudios, sigue siendo un evento que condiciona nuestro presente y porvenir.
En este ensayo planteo mi interpretación sobre el 11-A, un evento que ha marcado la suerte política de la República Bolivariana de Venezuela. Se desarrolló en un contexto caracterizado por una “lucha hegemónica” entre dos polos de fuerza política muy pareja, cuyos líderes se percibieron con proyectos políticos diametralmente opuestos e irreconciliables. Antes del 11-A, ambos polos jugaron en el filo entre la legalidad y la insurrección hasta que uno de ellos rompió el hilo institucional. En la confrontación polarizada quedamos atrapados la mayoría de los ciudadanos de a pie, ignorantes o no, suficientemente conscientes de los intereses que estaban en juego. Las consecuencias del encontronazo, llamado por el padre Arturo Sosa el “choque de trenes”, las venimos padeciendo desde entonces y están a la vista. El 11 de abril se prolongó en otros eventos hasta llegar a las elecciones parlamentarias de 2005, cuando el presidente Chávez emergió casi invicto y solo en el campo de juego. Del despojo del combate emergió fortalecido con él el proyecto político “revolucionario”, autoritario y no participativo, llamado “socialismo del siglo XXI” ahora en pleno desarrollo. Este nuevo proyecto, que mantiene y estimula desde el Estado-Gobierno- PSUV la polarización política, pudiera, de ganar el presidente Chávez las elecciones de octubre de 2012, enterrar a la “democracia participativa y protagónica” de la Constitución de 1999. ¿Tanto nadar para terminar ahogados?
Esta reflexión está organizada de la manera siguiente: primero me referiré a la “lucha hegemónica” que tenía lugar en la sociedad. Pondré de relieve cómo ella, conducida por un liderazgo extremadamente polarizado, desembocó en una vía violenta para resolver el conflicto político. Segundo, describo someramente los hechos del 11-A y su trasfondo: dos polos políticos que imbuidos de “indignación moral” se sentían con legítimo derecho a jugar por fuera del estado de derecho[1]. En la tercera y última parte, expondré cómo el resultado del 11-A condiciona desde entonces aquellos procesos en que las instituciones de la democracia venezolana, tanto las liberales y representativas, como las de democracia directa y participativas, parecen sucumbir ante un proyecto político crecientemente militarista y autoritario en el siglo XXI.
Crónica de un desastre anunciado
Desde los años ochenta del siglo pasado, el proyecto modernizador que había orientado el devenir de la sociedad venezolana entró en un declive que se hizo irreversible. La economía perdió el rumbo, muchas conquistas sociales retrocedieron, la protesta callejera se hizo protagónica y el rechazo a los actores hegemónicos, principalmente a los partidos políticos que forjaron la democracia representativa desde 1958, se hizo cada vez más evidente. El Viernes negro de 1983 marcó el inicio de una creciente concientización de la sociedad sobre los límites de su modelo industrialista impulsado por el ingreso fiscal petrolero. El Caracazo de 1989 fue un paso más en la crisis. La acción represiva desproporcionada del Estado durante este estallido social produjo un distanciamiento entre los actores políticos que habían conducido los cambios modernizadores y democráticos, y sus bases populares. La incapacidad de las élites de conjurar la crisis económica, las soluciones neoliberales de reducción del Estado y del gasto social, la represión a la protesta popular, las denuncias de corrupción, terminaron produciendo en los años noventa una ruptura de los pactos sociales y políticos, y de las normas de convivencia pacífica que existían en la sociedad. En esa década se llevarían a cabo dos fallidos golpes de estado, en 1992, y múltiples expresiones cada vez más extensas y numerosas de violencia y desobediencia social. Hacia fines de siglo crecía la fractura de la sociedad y se expandía un sentido común anti partidos y anti política.
Sobre este escenario convulsionado se fue desarrollando una “lucha hegemónica” para concretar otro proyecto de país, que incluiría forzosamente una nueva conducción política. Siguiendo a Gramsci, la lucha hegemónica implica una creciente y sostenida organización y confrontación entre actores sociales y políticos, una “guerra de posiciones”, donde unos ganan fuerza y otros se debilitan o son desplazados, donde unos van avanzando y otros retroceden. Comprende, asimismo, una permanente interacción entre los actores que permite la conformación de proyectos de país, acordes con los intereses, demandas y sueños de quienes están participando (López Maya, 2005). Las propuestas particulares se van negociando y modificando en la interacción pues, en aras de ser incluidos, los actores cambian o ceden en aspectos de sus proposiciones iniciales, adquiriendo las propuestas mayor universalidad y legitimidad. La sociedad venezolana, al finalizar el siglo XX, se encontraba imbuida en esta lucha en la que se venían cristalizando proyectos de país. Pareció, hacia fines de siglo, que la sociedad comenzaba a albergar importantes consensos con relación a un modelo político de mayor democracia, pero eran evidentes las pugnas irreconciliables entre actores en torno a los parámetros más idóneos para retomar el crecimiento económico y que éste se articulara con éxito en el mundo globalizado que se desarrollaba (Gómez Calcaño y López Maya, 1990).
En la contienda electoral de 1998, la lucha hegemónica desembocó en el triunfo del liderazgo de Hugo Chávez y su proyecto político “bolivariano”, que se expresará en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (en adelante CRBV) aprobada en 1999 por referendo popular y contentiva de una “democracia participativa y protagónica”. El movimiento bolivariano recogió el conjunto de propuestas que se estuvieron cocinando en la sociedad en las décadas pasadas. Propuestas institucionales como las derivadas de la Comisión Presidencial de Reforma del Estado (COPRE), en la que cuajó el consenso necesario para lograr una reforma que descentralizara el poder político, otorgándole a las comunidades regionales y locales el derecho de elegir a sus autoridades y a gestionar los servicios públicos desde esa perspectiva. El principio participativo y los mecanismos de democracia directa, habían sido propuestos ya en la fallida reforma constitucional elaborada por la Comisión Bicameral Especial para la Reforma Constitucional, presidida por Rafael Caldera (1989 y 1992). Los mecanismos directos de participación de las comunidades organizadas en la gestión pública fueron también experimentados por los gobiernos regionales y locales de izquierda, que ganaron alcaldías y gobernaciones en los años noventa. Finalmente, nutriría también al proyecto bolivariano, las demandas por un Estado garante de los derechos sociales y económicos de las mayorías pobres y empobrecidas, que se expresó permanentemente en las motivaciones de la protesta callejera (López Maya, Smilde y Stephany, 2002).
Con la aprobación de la CRBV entramos en una nueva fase de la lucha hegemónica, pues ella sirve de orientación para la transformación institucional conducida por un nuevo bloque de actores en el poder. La polarización política en el discurso de Chávez, presente desde la campaña presidencial, se instala en los discursos oficiales, dentro de una estrategia política que busca hacer nítidas las diferencias entre viejos y nuevos actores, viejas y nuevas propuestas. La polarización va acentuando una creciente escisión de la sociedad en dos grandes grupos: los que apoyan y los que adversan al Presidente. La polarización política sirve al gobierno para simplificar la diatriba política y acumular fuerza para sostener los cambios institucionales. Su contraparte, las fuerzas que se oponen a estas nuevas élites y al proyecto político emergente, también hacen uso de un discurso altamente polarizado para cohesionar sus bases y rechazar los cambios y nuevos dirigentes.
Si la atmósfera política de fines del siglo XX fue convulsionada, la de los primeros años del gobierno de Chávez exacerba aún más las tensiones. La movilización sigue su curso ascendente, las tasas de homicidios y de otros hechos violentos también (Provea, diversos años). La polarización continúa deteriorando la convivencia pacífica y la calidad de la vida cotidiana. La confrontación crece en su agresividad y se dan estallidos de violencia en la calle, entre actores sociales y políticos. El discurso presidencial descalifica a los adversarios políticos: “escuálidos”, “puntofijistas” y “vende patrias” son algunos de los calificativos que se les indilga. En el otro extremo, las fuerzas de oposición son lideradas por factores de poder, principalmente por empresarios y medios de comunicación privados, que a través de su dominio sobre el espacio mediático y la prensa, tornan casi invisibles los apoyos del oficialismo, descalifican como “hordas” y “turbas” a sus simpatizantes y agigantan los eventos políticos opositores [2].
En 2001 las tensiones escalaron para alcanzar su clímax en 2002. Las fuerzas de oposición, lideradas por el presidente de la Federación de Cámaras de la Industria y el Comercio (Fedecámaras), Pedro Carmona Estanga, logran un importante éxito con la realización del paro cívico del 10 de diciembre, convocado en rechazo a la aprobación por decreto, gracias al procedimiento de una Ley Habilitante, de 49 leyes por parte del Ejecutivo Nacional (López Maya, 2002a).
Los hechos que llevarían al paro y su desenlace comenzaron meses antes con la entrega por parte del gobierno de tierras a familias campesinas, lo que despertó un conflicto virulento con sectores de productores, que se incrementó por la aprobación, vía Ley Habilitante, de la Ley de Tierras. En noviembre el gobierno se confrontó con sectores de la pesca industrial, adversos a la también aprobada por vía habilitante Ley de Pesca. El gobierno mereció fuertes rechazos entre personalidades cercanas al sector petrolero, por la nueva Ley de Hidrocarburos. Se añadió a este descontento el conflicto con diversos sectores educativos por la Ley de Educación que se discutía en la Asamblea Nacional, y las tensiones con el sector sindical, luego de las elecciones directas celebradas en sindicatos, federaciones y la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV). El gobierno actuaba de manera contradictoria, a veces expresando disposición a discutir con los afectados, pero más frecuentemente cerraba el diálogo. Pese a contar con una mayoría holgada en la Asamblea Nacional, prefirió hacerse aprobar una Ley Habilitante y decretar estas leyes esenciales al proyecto político gubernamental, retrayéndolos de la consulta, el debate y la negociación expresados como obligatorios en la CRBV. El gobierno también se confrontó con algunos aliados, como el alcalde de Caracas, y con el partido MAS. Por si fuera poco, algunos funcionarios estallidel gobierno hicieron declaraciones sobre el atentado del 11 de septiembre en las torres gemelas de Nueva York, que produjeron roces con EE. UU. y miembros de las Fuerzas Armadas venezolanas.
La movilización lograda por el paro cívico unificó y dinamizó al sector opositor, que envalentonado por los masivos apoyos recibidos, también se cerró al diálogo exigiendo la derogatoria de las 49 leyes aprobadas por Habilitante. Se creó la Coordinadora por la Democracia y la Libertad, conocida como “Coordinadora Democrática” (CD), como organización paraguas para agrupar a todas las fuerzas opositoras y desde donde las cúpulas del empresariado, los medios, la CTV, la Iglesia Católica y la gerencia de Pdvsa, esta última cada vez más activa en su descontento hacia la política petrolera, fueron dirigiendo las actividades de oposición. El gobierno respondió agudizando la polarización y amenazando con una ley para controlar los medios. Chávez comenzó a vestirse de militar.
En los primeros meses de 2002 la sociedad caminaba hacia un callejón sin salida. Dos polos extremadamente polarizados políticamente ocupaban los espacios del debate público, asfixiando instituciones y prácticas democráticas, y dando la impresión de que no había otra salida salvo la violenta. La calle se fue calentando con marchas y contramarchas, y con la furia de los cacerolazos en las noches. Por febrero, en medio de crecientes rumores de descontento militar, en un artículo que escribimos, planteamos tres posibles salidas, ninguna favorable a la sociedad venezolana: el golpe de Estado antichavista, visible en los pronunciamientos públicos de militares activos acicateados por grupos civiles; el golpe chavista, evidente en declaraciones de los diputados chavistas Francisco Ameliach y Cilia Flores, que amenazaron con cerrar la vía democrática si las fuerzas que apoyaban al gobierno perdían la mayoría en la Asamblea Nacional. Y la vía que se calificaba como “institucional”, promovida por sectores de oposición, que proponía salir de Chávez en el corto plazo por una vía legal. Decíamos entonces, que esta última tenía en común: “con la salida autoritaria antichavista que ve la solución al deterioro político casi exclusivamente en la salida del Presidente. También coinciden ambas en no diferenciar entre encuestas de opinión y elecciones nacionales. Quienes sostienen esta posición parecen estar convencidos de que la mayoría del país comparte sus criterios y por ello la transición política a un gobierno post chavista sería poco traumática”. (López Maya y L. Lander, 2002). El 11-A cuajó la primera opción y se nos vino el golpe de Estado.
El atajo de la violencia
Diez años después del 11 de abril de 2002 sigue siendo difícil confrontarse con los hechos de aquel día, cuando todas las locuras de que somos capaces los venezolanos parecieron haber hecho acto de presencia. En los años inmediatamente posteriores reconstruí los sucesos a partir de múltiples fuentes (López Maya, 2002b; 2003; 2005). En años recientes han aparecido algunos testimonios más y un libro que a través de entrevistas a profundidad ha arrojado datos más precisos con relación al entorno militar y civil más cercano al Presidente, así como sobre la vivencia de las víctimas del estallido violento en El Silencio (Nelson, 2009). Dar los pormenores del día, hora a hora, no es el propósito en este ensayo, pero es necesario volver a sus grandes hitos y reiterar la reflexión que hice hace ya seis años, y que considero que sigue siendo válida. Los nuevos datos corroboran que aquel día actores con proyectos opuestos estaban listos para una confrontación violenta. Ahora me parece más claro que algunos de ellos la planificaron, otros la deseaban y la esperaron preparados para aprovecharse de ella; y otros fueron arrastrados por las fuertes emociones del día. Al final, pagaron decenas de familias venezolanas con las muertes de sus seres queridos, la inmensa mayoría de ellos ciudadanos de a pie, cogidos en la tempestad, ajenos e ignorantes de la real dimensión de la lucha de intereses que se estaba librando.
El 11-A tuvo como desencadenante directo el paro laboral de los empleados de Pdvsa, motivado por el nombramiento en febrero de una nueva junta directiva por parte del Presidente. Si bien estos nombramientos constituyen una atribución legal del Ejecutivo Nacional, la alta gerencia de la empresa mostró su rechazo, argumentando que el gobierno de Chávez había desconocido los criterios “meritocráticos” que eran consuetudinarios y procedían de la gestión interna de la empresa. El paro petrolero fue apoyado por la CTV, que llamó el 9 de abril a un paro laboral de veinticuatro horas en solidaridad con Pdvsa. El paro contó con la solidaridad también de Fedecámaras y de la Conferencia Episcopal de la Iglesia Católica. Este paro no tuvo un masivo respaldo como el paro cívico del anterior 10 de diciembre. Sin embargo, la CTV prolongó el paro veinticuatro horas más y esa tarde, el 10 de abril, sin tampoco este paro haber mostrado contundencia, declaró una huelga indefinida. Con esa acción, qué duda cabe, la CTV revelaba una estrategia insurreccional. La acción fue apoyada por Fedecámaras, organizaciones sociales auto identificadas como “la sociedad civil” y partidos políticos de oposición. Un dirigente de Primero Justicia declaró: “Vamos hasta el final, hasta que caiga Chávez” (Martínez en López Maya, 2002b). La CD convocó a una marcha de solidaridad con el paro para el día siguiente, 11 de abril. La ruta fijada fue del Parque del Este al edificio de Pdvsa en Chuao, ambos en el este de la ciudad de Caracas. La marcha fue multitudinaria, promovida masivamente por los medios privados de comunicación, que alteraron su programación para cubrir y estimular sostenidamente la incorporación de la gente a la protesta. Era una especie de fiesta colectiva, que solicitaba nada menos que la renuncia del Presidente. Un Presidente electo masivamente en 1999 y relegitimado en otro proceso electoral en 2000. Pero las encuestas de opinión decían que su apoyo político había menguado.
Al llegar la marcha a Pdvsa Chuao, era sin duda una de las movilizaciones populares más numerosas registradas en la historia de Venezuela. Los dirigentes de la CD, aparentemente animados por las dimensiones de la marcha, arengaron a la multitud para que siguiera su camino hacia el centro de la ciudad, hacia el Palacio Presidencial de Miraflores, para, en palabras del presidente de la CTV, “salir de Chávez”. Y allí fueron, incitados por la permanente convocatoria de los medios privados de comunicación audiovisual. Hacia las 2:00 pm la marcha llegó al centro de Caracas, y se desató en la avenida Baralt la balacera que duraría con intensidad hasta aproximadamente las 5:00 pm, y seguiría intermitentemente hasta la noche.
Las acciones de la contraparte, los chavistas, se desarrollaban desde hacía también tres días en los alrededores del Palacio Presidencial. Allí los simpatizantes del gobierno, espontáneos u organizados en círculos bolivarianos, hacían vigilia protegiendo al mandatario. Al saberse que la marcha de la oposición había decidido proseguir hasta Miraflores, los partidos del gobierno convocaron de urgencia a la militancia para rodear la sede del poder político. A diferencia del polo opositor, los medios públicos eran en ese momento pocos y de débil cobertura, los medios privados casi no cubrían lo que hacían los simpatizantes del Presidente, de modo que el polo oficialista era poco visible. Incluso había quienes en la marcha de oposición estaban convencidos de que era inexistente, que Chávez había perdido su piso político. Los sentimientos en el polo chavista, a diferencia de la fiesta que se desarrollaba en la marcha, eran de creciente ira, seguramente mezclados con temor. Se agolpan alrededor de Miraflores con gritos de “¡no pasarán!” Al aproximarse físicamente ambas multitudes en el centro de la ciudad, dos cinturones, uno de la Policía Metropolitana, controlada por un alcalde de oposición y otro de la Guardia Nacional, controlada por el Ejecutivo, trataron de mantenerlos separados con bombas lacrimógenas y perdigones, en un esfuerzo vano por impedir la violencia. Sin embargo, ambos cuerpos de seguridad esa tarde terminaron disparando armas de fuego sobre los civiles. Se da una batalla campal, donde la violencia alcanzó ribetes dramáticos. También se reporta la acción de francotiradores en distintos edificios. Al caer la tarde el saldo es de dieciséis muertos, pro y antichavistas y decenas de heridos (López Maya, 2005, Nelson, 2009).
En los corredores del poder los hechos son complejos y algún conocimiento de ellos ha ido emergiendo con los años. La información ha puesto en evidencia, del lado opositor, el desarrollo de acciones conspirativas en varios espacios. Parece haber un golpe de Estado “consensual” por llamarlo de alguna manera, entre factores de poder, partidos políticos de oposición y organizaciones sociales de oposición. Parece incuestionable la participación activa en ella de la CTV, Fedecámaras, dueños de medios privados de comunicación, figuras de la jerarquía de la Iglesia Católica, sectores militares y alta gerencia de Pdvsa. Es menos clara la implicación de organizaciones y movimientos sociales, e incluso de partidos como tales, que parecen en general haber servido más bien de carne de cañón, aunque no se descarta que algunos dirigentes de AD y Copei estuvieran en la conspiración. A la cabeza de esta insurrección se coloca el presidente de Fedecámaras. Los objetivos planteaban una renuncia o el derrocamiento incruento de Chávez, y preparaban un gobierno de amplitud que convocaría a nuevas elecciones.
Carmona es también la cabeza de otra conspiración más reducida, militar y excluyente, la encabezada por las figuras del vicealmirante Héctor Ramírez Pérez, jefe del Estado Mayor de la Armada, el contralmirante Daniel Comisso Urdaneta, jefe de Planificación de la Inspectoría de la Fuerza Armada Nacional, el contralmirante Carlos Molina Tamayo y el general Néstor González González, entre otros. Estos militares grabaron un video ese día 11, desconociendo la autoridad del Presidente, y pidiendo la renuncia de la cúpula militar. Reconocieron, en un programa de televisión del día 12 de abril, haber estado conspirando desde septiembre de 2001. Este golpe, que contó con el apoyo de empresarios como Isaac Pérez Recao, y figuras de la jerarquía eclesiástica como el cardenal José Ignacio Velasco, fue el que prevaleció en la mañana del 12 de abril, y expresó su orientación en el decreto N° 1 del gobierno de Carmona, que abolió el estado de derecho. Al prevalecer este grupo, quedaron excluidos sectores como los trabajadores de la CTV y se impuso el no llamado inmediato a elecciones. Otros sectores militares, decisivos en la caída del presidente Chávez ese 11-A, como el general de división Efraín Vásquez Velasco, Comandante General del Ejército, y el general Manuel Rosendo, jefe del Comando Unificado de la Fuerza Armada Nacional, parecen haber sido arrastrados a la salida extra constitucional, el mismo día 11, por los sucesos violentos contra la marcha de la oposición, de los que responsabilizaron al Presidente. Molestos con anterioridad por conductas previas de Chávez, que juzgaban contrarias a la legalidad institucional, el día 11 rehusaron implementar el Plan Ávila y le retiraron el apoyo, con lo cual fueron decisivos en su caída. No obstante, casi enseguida se sintieron frustrados en sus aspiraciones, por la deriva autoritaria y plutocrática de Carmona (Nelson, 2009).
La información actual señala que el Presidente sabía de la conspiración de los militares de la Armada y se había preparado para sacarle provecho. Las entrevistas que sustentan la narración de los acontecimientos recogida en la obra The Silence and the Scorpion (Nelson, 2009) apuntan a un Chávez que buscaba seguir avanzando su “revolución”, profundizando las contradicciones y la polarización, y construyendo un andamiaje paralelo a las Fuerzas Armadas Nacionales para ese propósito, pues – con razón– desconfiaba de que éstas lo apoyarían en esa dirección. Según este análisis, se produjo una reunión el 7 de abril en Miraflores, el mismo día en que Chávez despidió a gerentes de Pdvsa de manera ofensiva en su programa Aló Presidente. De acuerdo con la versión del general Francisco Usón, ministro de Finanzas, asistieron a esta reunión miembros del gabinete ejecutivo, el fiscal general Isaías Rodríguez y el Alto Mando Militar. En esa reunión el Presidente informó sobre el peligroso contenido del paro opositor y pidió información detallada sobre el Plan Ávila para reactivarlo si fuera necesario. Mientras el general Rosendo explicaba detalles de dicho Plan, se incorporaron miembros del “Comando Táctico de la Revolución” (CTR), Freddy Bernal, Cilia Flores y Guillermo García Ponce. Los militares callaron y cambiaron de tema –el Plan Ávila es secreto militar– y quedaron negativamente sorprendidos al ver cómo el Presidente se transformaba para asumir el rol de jefe de una revolución. Según Usón, ya no era el presidente de Venezuela sino el jefe de un movimiento político. Con los militares presentes e incómodos, el TCR discutió el empleo de los círculos bolivarianos como fuerza paramilitar para defender a Chávez. Se habló de cómo y con qué armarlos. También se discutió acerca de cómo usar a la Guardia Nacional para tomar Pdvsa por la fuerza, y de repartir bonos a los empleados de la petrolera para quebrar el paro laboral. Los militares estaban alarmados, consideraban inconstitucionales esos planes. Y aprendieron que el Presidente construía de modo paralelo a la institucionalidad, organizaciones y estructuras que, como los círculos bolivarianos, le garantizarían su proyecto político revolucionario. El 11-A Chávez ordenó a Rosendo activar el Plan Ávila y éste se negó aduciendo reagrupaque era ilegal, y que las FF.AA. no estaban, ni en la teoría ni en la práctica, equipadas para enfrentarse a una marcha civil. Igualmente Lucas Rincón y Vásquez Velasco expresaron la inconveniencia de apelar a este recurso. Sólo el general Jorge García Carneiro buscó activarlo sacando unas tanquetas desde el Fuerte Tiuna, pero tuvo escaso éxito pues a una orden de Rosendo regresaron a sus resguardos.
De acuerdo con estas circunstancias, ni la violencia de ese día fue seriamente evitada, ni había, ya cuando estalló, claras voluntades y directrices para controlarla. La Policía Metropolitana y la Guardia Nacional no sólo se encontraron en el medio de dos multitudes que con los primeros tiros estaban enardecidas y dispuestas a todo, sino que estaban dirigidas por dos parcialidades políticas que intentaban la aniquilación del otro. A los círculos bolivarianos, el ministro de la Defensa, José Vicente Rangel, pidió armarlos con palos, navajas y piedras (Nelson, 2009: 52). El CTR contaba con pistoleros entrenados, se calcula unos sesenta, que se movían entre los civiles desarmados pro chavistas buscando protegerlos (Id.: 94). Sigue siendo un misterio quiénes eran los francotiradores de los edificios Edén y El Nacional, y de dónde procedieron los primeros disparos. Todos los proyectiles extraídos a los muertos y heridos ese día fueron, según narró uno de los médicos del Hospital Vargas, recolectados por la Fiscalía General, para luego desaparecer (Id.: 106). Sin duda, por las características de esas balas, dispararon sus armas de fuego tanto policías metropolitanos como guardias nacionales. Fue un día trágico para la democracia venezolana. A las 8:00 pm el general Vásquez Velasco realizó su alocución en cadena nacional pidiendo perdón al pueblo venezolano por no haberlo defendido con propiedad esa tarde y anunciando, en su calidad de Comandante General del Ejército, que había ordenado a los militares que permanecieran en sus cuarteles, desobedeciendo al Presidente. Dijo que no era un golpe de Estado (Nelson, 2009:133). Pero claro que lo era (Rey, 2002).
Después de esta alocución, los eventos se suceden uno tras otro hasta la salida del presidente Chávez hacia el Fuerte Tiuna a las 4:00 am del día 12, donde queda detenido, y el anuncio de Carmona Estanga, hacia las 5:00 am, de haber sido designado como el Presidente provisional. Entre los sucesos, destaca la alocución del general Rincón informando de la renuncia del Presidente a las 3:20 am.
El desmontaje de este golpe de Estado y el regreso del presidente Chávez en la madrugada del 14 de abril son también hechos sorprendentes, con visos de película de Hollywood. Fueron los pasos de Carmona en la madrugada de ese 12 de abril –negociando, a espaldas del amplio espectro de actores políticos y sociales que aunaron esfuerzos en la marcha y en el “golpe consensual”, un gabinete de transición con sectores empresariales y militares, donde predominaron los grupos de Pérez Recao y Ramírez Pérez respectivamente–, lo que desbarata la frágil alianza con Carlos Ortega, presidente de la CTV y con casi todo el resto de los actores civiles (Poleo, 2002). El descontento de los militares que el día 11 fueron decisivos en la caída de Chávez, pero que no obtuvieron cargos en el gabinete de transición, junto al increíble decreto N° 1, que disolvió todos los poderes públicos y removió todas las autoridades electas, hizo al gobierno de Carmona insostenible. Los militares se reagruparon y el presidente Chávez regresó para reasumir el poder en un final de película.
Como conclusión: la deriva autoritaria de Venezuela
Al volver sobre estos procesos y acontecimientos del 11-A, con nuevos aportes, llama nuestra atención la poca valoración que muchos de los actores de este drama tenían de las instituciones democráticas construidas en la segunda mitad del siglo XX. Sin duda, no es una actitud del todo coherente, pues hay también señales de valoración positiva del hilo constitucional. Pero la cultura autoritaria de las élites, tal como se expresó en los dos polos durante este evento, despeja el camino para la deriva autoritaria que de manera creciente viene padeciendo la sociedad.
En el amplio espectro de las fuerzas de oposición, la polarización política había llevado a una significativa distorsión, tanto de la realidad, como de los recursos y procedimientos válidos para enfrentar un gobierno legítimamente electo, que mostraba señales de despreciar la institucionalidad y legalidad que le servía de base. Sin duda, había elementos del gobierno que alimentaban una legítima indignación moral. Y aunque la vocación autoritaria estaba a la vista sobre la coalición de fuerzas que se alzó con el poder el 12 de abril en la madrugada, para el resto de los actores comprometidos en lo que aquí he llamado el “golpe consensual” la situación es más ambigua. En ellos no deja de sorprender la ignorancia e ingenuidad política de sus actuaciones, atribuible a un complejo de factores, donde resaltan los procesos de rechazo a la política y a los políticos, que creaban el espejismo del fin deseable de los partidos, de la representación, del diálogo y de la construcción de alianzas y acuerdos. El liderazgo en este polo político compuesto por empresarios, dueños de medios de comunicación, líderes de una “sociedad civil” que se creía destinada a suplantar a los dirigentes políticos, los privó de los recursos políticos necesarios para evaluar el enorme gazapo que iban a cometer, y que seguirían cometiendo en los meses siguientes. El paro petrolero de diciembre, dirigido por una gerencia técnica como era la de la empresa, profundamente arrogante y ajena al saber y a las virtudes de quienes se forjan en el combate político, ahondó en esta ambigüedad. Al sopesarse la realidad social desde el prisma de los intereses particulares de cada movimiento u organización social, y al combinarse con la nefasta polarización política, se creó un mundo imaginario de nosotros los buenos contra los malos, estos ya en disminución y retirada. El rol activo de los medios de comunicación privados en los meses previos, que hicieron uso particular de un instrumento de vocación pública, terminó por convencer a este polo de que las encuestas eran lo mismo que procesos electorales, que su razón se imponía sobre las leyes, que sacar a un Presidente impopular con una marcha festiva era un objetivo realista, deseable, épico. La política la estaban haciendo unos analfabetas políticos, con la excepción de Carlos Ortega. La conducta del presidente de la CTV fue más matizada, y sus torpezas e irresponsabilidad pueden explicarse más bien en las distorsiones de un liderazgo disminuido y corrompido en la confederación laboral más importante del país.
Volviendo sobre la conducta del polo gubernamental, las contundentes victorias electorales del oficialismo desde 1998 habían fortalecido su legitimidad para los cambios profundos que buscaban obtener. Con la CRBV en la mano y con mayoría en la Asamblea Nacional, el uso constante de leyes habilitantes para aprobar decretos que la nueva institucionalidad exigía consultar con los afectados, insinuaba una contradicción entre el discurso y la práctica de las nuevas élites, particularmente del Presidente. El mantenimiento del discurso polarizador seguía ahondando los resentimientos entre sectores sociales. Para los militares en los más altos cargos dentro de la rama militar del gobierno, esta contradicción se explicaba como una escisión entre el rol de Chávez como Presidente y como “jefe revolucionario”. Estos militares se convencieron de que Chávez tenía objetivos distintos a los pautados en la CRBV y, entre sus planes, venía construyendo un cuerpo paramilitar paralelo al institucional comandado por el CTR. Fueron estos militares, encabezados por Vásquez Velasco, quienes al retirarle su apoyo al Presidente determinaron su caída. Sin embargo, la interiorización que su formación les inculcó sobre su rol institucional, y quizás factores personales, les impidieron asumir el golpe de Estado. En esas circunstancias, el golpe fue secuestrado por Carmona y su grupo de confianza. Al ver la deriva autoritaria y de extrema derecha, los militares recogieron su apoyo y permitieron el retorno de Chávez.
Los difíciles días que vivió el Presidente Chávez parecen haberlo marcado para siempre. Pese a que prometió rectificación y pidió perdón por el despido público e insultante a los gerentes de Pdvsa, ante las señales dadas en los meses siguientes por parte del polo opositor de continuar en la vía violenta para derrocarlo, el Presidente y el polo oficialista se fueron radicalizando en sus tendencias “revolucionarias”. Al golpe del 11-A sucederán las marchas y contramarchas de antichavistas y chavistas, algunas con saldos violentos; la insurrección militar en la plaza Francia de Altamira, el paro general de la industria petrolera, dirigido por una gerencia que había sido perdonada por su actuación en el 11-A. En 2003, el polo opositor insistió con acciones como guarimbas y cortes de vías, algunas violentas. El gobierno logró sobrevivir a estas insurrecciones, y posteriormente, gracias a la facilitación internacional, superó la crisis política con el referendo revocatorio de 2004. En 2005, los partidos de oposición, alegando un venidero fraude electoral, se retiraron una semana antes de las elecciones parlamentarias, con lo cual el gobierno ocupó 100% de los curules. Lejos de debilitarse, invicto, el presidente Chávez –fortalecido en su liderazgo y apoyado ahora por las FF.AA. y por sectores populares, la mayoría organizados y algunos armados por el gobierno–, tuvo el campo despejado para consolidar su proyecto político. Pero ya ese proyecto no se expresa en la CRBV. La relación de fuerzas en la coalición chavista ha cambiado y él se ha fortalecido. Es hora de hacer avanzar el proyecto “revolucionario” de sus sueños, expresado en sus discursos como una “radicalización de la democracia participativa” pero que en realidad es un proyecto que la contradice. Entramos en una segunda fase del gobierno de Chávez, la de construcción de un régimen militarista, afín a los autoritarismos estatistas del siglo XX, que él busca dirigir y controlar indefinidamente.
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[1]. El término fue acuñado por Barrington Moore Jr. y refiere a los sentimientos que se generan cuando en una sociedad alguna autoridad o gobierno, o también los gobernados, viola los límites aceptables para la convivencia social. Los límites permitidos pueden ser explícitos o estar implícitos en las costumbres y modos de comportamiento social (1978: 83).
[2] Sobre la polarización política y su dimensión simbólica puede verse, entre otros, el tema central de la Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales, N° 2 de 2004.
Referencias
Gómez Calcaño, Luis y M. López Maya (1990): El tejido de Penélope. La reforma del Estado en Venezuela. Caracas, CENDES-APUCV-IPP.
López Maya, Margarita (2002a): “El paro cívico del 10 de diciembre”, Nueva Sociedad. N° 177, pp. 8-13.
__________ (2002b): “Venezuela: recuento de una semana fatídica para la democracia”,Observatorio Social de América Latina. No. 7, junio, pp. 23-26.
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