jueves, febrero 02, 2012

La realidad de Cuba y la Habana


La maleta es rosada y grande, pesa 22 kilos. El morral es gris con naranja, va a la espalda, con una laptop dentro. El taxi acaba de marcharse, dobló por Escobar, una avenida larga y estrecha que respira el salitre del extenso malecón, a pocas cuadras, y se parece, con sus fachadas coloridas de edificios viejos y balcones, al resto de las calles de la populosa Centro Habana. No es de extrañar que se acerquen tres personas a preguntar si busco a alguien, si estoy perdido, si tengo dinero.

Espero a un moreno fornido de un metro ochenta con pinta de músico, beisbolista o boxeador, o militar. Porque se supone, a cuenta de prejuicios y lugares comunes, que los oficios exigen pinta y uno a veces termina creyéndoselo: los medios suelen tener más culpas que razones.

Al cabo de diez minutos baja un poeta, delgado y blanco, casi amarillo, como un vermicelli crudo. Suda. Hay en su rostro un rictus de preocupación. Mira a los lados. Saluda y sonríe. Usa lentes. Tiene el cabello largo y las manos rojas. Parece polaco, o croata. Quiere cargarlo todo. Adelanta que él está acostumbrado, y es verdad. Es de las pocas frases irrebatibles que escucharé en las dos semanas de recorrido a pie, de conversaciones con periodistas independientes, periodistas del diario Juventud Rebelde, ciudadanos que hacen vida en el malecón los fines de semana por las noches, abogados y médicos, profesores universitarios, editores, novelistas, disidentes, castristas, vecinos.

Así que es mejor escuchar y hacer silencio. Dejar que el poeta cargue la maleta rosada y sea él quien dirija la conversación y me ponga al tanto de lo que cree que necesito saber y todavía no intuyo. Dar la vuelta por las escaleras de caracol que suben por dentro, que son altas, de mármol y están partidas por el tiempo y la desatención, al igual que algunas ventanas, sin vidrios y, aunque parezca mentira, una decena de telarañas enormes que se instalan en los ángulos oscuros de las paredes. Como la mayoría, estas escaleras llegan hasta una pequeña puerta que se abre. Es de madera y está rota, carcomida por cualquier organismo vivo, como las químicas derivaciones del oxígeno. Luego de la penumbra de cuatro pisos en círculo con su vacío al medio, la luminosidad del sol entra en la retina como flecha y se siente.

Bienvenidos a la terraza.

Aquí estaré durante siete noches con sus madrugadas, y una que otra tarde, después de una breve estancia de tres jornadas y media en un hotel turístico donde se encuentran reunidos poetas y escritores de varias nacionalidades, celebrando un festival literario que organiza la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC); y antes de partir al Nuevo Vedado, una urbanización menos popular que Centro Habana, donde me quedaré otros tres días –porque es mejor moverse que ser movido– en un apartamento compartido con dos habitaciones y dos baños, calentador y, dependiendo de la suerte, una hora diaria de conexión a Internet.

Ese de allí es el tendedero, un alambre de dos metros de largo a la altura de una frente adulta. Presten atención, porque él me va a enseñar algo.

Hacia allá está el malecón, hacia el lado opuesto, los topes de varias edificaciones en ruinas, dispersas entre el laberinto de materiales oxidados, ropa y escombros casi indescifrables desde este punto, mientras más se aleja la vista.

Esto que ven aquí es el pupú del perrito que vive al lado. Sí, en la terraza hay tres departamentos, son pequeños, igual que el perrito, que entra en cualquiera si ve la puerta abierta. En todos vive gente, en todos viven niños. No se acerquen mucho, ya lo vamos a recoger con una pala de plástico.

Allá está el Hospital Hermanos Almeijeiras, un edificio de quince pisos que, según me informan, fue un banco. Por lo tanto es medio caótico, porque no fue construido para albergar pacientes, sino para crearlos. Como sea, es nuestro punto de referencia para ubicarnos en las inmediaciones. Esa es la calle San Lázaro, más allá está el final de la turística avenida 23 y, al fondo, el Hotel Habana Libre, otra referencia para los peatones, pues es el gigante hotelero, uno de los edificios más altos de la ciudad.

El cuarto, dividido en dos, tiene el tamaño justo para aceptar sus posesiones, un mobiliario austero que se mantiene con cierta dificultad. En la entrada hay un estante con libros, una mesa mínima con su gaveta, una cama individual y un portarretrato con la foto de una mujer. A su lado, otra foto; en ella aparece un niño de alrededor de un año y medio; ellos viven aquí, ambos, pero se han ido esta semana con la abuela para dejarme su lugar. El poeta, esposo y padre, se queda conmigo, eso sí.

Enseguida está la cama donde dormiré. De cabecera, otros libros. Justo al lado, un pequeño radio AM-FM que ganó el poeta hace años en un concurso –cuando rememora la historia se le ven los dientes entre el rubor y el deseo de mostrar su buena estrella junto a la resignación. El pequeño radio apenas funciona, estacionado en una emisora curiosa que da la hora entre promociones de acciones políticas estatales y canciones, y que se hace más curiosa cuando las voces femenina y masculina que marcan el paso del tiempo, se equivocan y corrigen. Es lo que hacen: “tres y cuatro minutos. Tres y siete minutos. Tres y doce minutos. Perdón, ya son las tres y trece”. La música, clásica y tradicional, es lenta, relajante.

A la derecha hay un estante con más espacio que ropa. Sobre él, un sombrero viejo de paja. Siguiendo: Una nevera. Un lavaplatos. Dos hornillas de las que solo encenderé una para preparar café. Un pipote lleno de agua. Una ventana con un velón y el horizonte azul donde se funden el cielo y eso que el poeta cubano Virgilio Piñera llamó “la maldita circunstancia del agua por todas partes”.

Dividida por una pared de ladrillos con sus huecos, hay otra habitación de un metro cuadrado que es ocupada casi en su totalidad por una poceta sin tapa y una cubeta de metal. Ese es el baño. Y el lugar para ducharse.

Salgamos de allí un momento.


En Cuba hay dos monedas: Pesos cubanos y Pesos convertibles. Estos últimos se llaman CUC. Un dólar americano equivale a 0,80 CUC. Y un CUC equivale, aproximadamente, a 24 pesos cubanos. No es necesario el esfuerzo por entender la conversión, solo aclarar que no es posible pagar en dólares, ni en euros –desde 2004 nadie los acepta– y que hay casas de cambio para cualquiera que lo desee, con filas de diez a treinta y cinco a doscientos minutos, depende de tantos factores, y hoteles cinco estrellas donde es posible hacer la misma operación con mayor comodidad si el pasaporte te identifica como extranjero.

Los hoteles vienen a ser en La Habana las embajadas del capitalismo: si naciste en el sistema y tienes para pagar, puedes. Hay, dispersas en zonas dedicadas al turismo, tiendas de ropa de reconocidas marcas internacionales, como Adidas, por citar una. Ir con un promedio de 50 dólares americanos diarios a Cuba, significa terminar viviendo –matemáticas por delante– con un promedio de 40 CUC al día. El salario promedio al mes de un habitante en este país es de unos 427 pesos cubanos, es decir: unos 18 CUC.

Parece fácil vivir dos semanas con lo mismo que un cubano gana en promedio durante un año y medio. Pero no lo es. Y no lo es, sobre todo, porque aquí hay una trampa, o más bien dos: el turista tiene más derechos que el cubano, pero por ello paga y paga más, en tarjeta o efectivo; y el cubano se las ingenia para obtener dinero de otras fuentes, sean cuales sean, y una de las principales en La Habana es el turismo. Y los turistas.

Es lo que el poeta está haciendo conmigo: me alquila su espacio durante una semana, a un precio módico en comparación con un hotel de cuatro estrellas, porque cuesta un poco menos de la mitad, y gana con ello la posibilidad de acomodar su espacio, para que su esposa y su hijo tengan un ventilador, por ejemplo. Un ejemplo real: lo acaba de comprar luego de mi primer pago y ahí está, dando vueltas.

Antes de seguir, una observación necesaria, para hospedar a cualquier extranjero en su hogar, los cubanos necesitan una licencia que este poeta no tiene. De modo que si descubren que estoy allí y le avisan a alguien de la seguridad del Estado o a una institución con capacidad para regular estas ilegalidades, le pueden hacer una inspección, colocarle una multa severa en CUC, o enfrentarlo a un proceso penal. Esto lo aprendo casi al final de mi estadía en el pequeño espacio del poeta, me lo dice la polémica bloguera Yoani Sánchez, una de mis razones para haber aterrizado en La Habana.

Juan Juan Almeida, otro de los blogueros a los que voy a entrevistar, me recomienda que no lo llame ni a él; ni a Yoani; ni a las representantes de las Damas de Blanco, un movimiento de mujeres que para este momento, últimos días de mayo de 2010, todavía marchan domingo tras domingo luego de la misa mañanera en el Municipio Miramar, con un gladiolo en la mano, y se visten de blanco para reclamar por la liberación de sus familiares o esposos, presos políticos de la llamada Primavera Negra desde 2003 (fruto de la presión de estas mujeres, de la prensa internacional, y luego de la mediación de la iglesia católica y la Unión Europea, estos presos serían liberados poco a poco, apenas un mes después. La mayoría se marchó a España).

Me pide Juan Juan Almeida (quien luego de hacer una huelga de hambre que iniciaría también un mes más tarde, y que extendería hasta perder sus buenos quince kilos, vive hoy en Miami junto a su familia) que tampoco llame a cualquiera de los potenciales entrevistados que yo considere que tienen una postura contraria al gobierno de los Castro y lo manifiestan públicamente.

“¿Por qué?”. “Obvio: para evitar la posibilidad de meter al chico que te hospeda en problemas”.

Como llamo por igual a castristas y anticastristas, decido no hacerle caso, pero termino por entender la expresión nerviosa de mi anfitrión al verme en el umbral del edificio, el mediodía de mi llegada, parado con esa facha de turista de lentes oscuros junto a una enorme maleta rosada.

El poeta es un hombre cansado, con deseos de sentirse mejor. Poco a poco se suelta y comienza a darme sus opiniones: lo bueno, lo malo, lo bonito y lo feo. Habla de su hermano, que se casó con una extranjera y vive en España. Habla del interior del país, donde, me asegura, hay menos recursos, menos transporte, menos luz. Habla de los lugares que no debería dejar de ver. Habla de Hemingway, de la salud, del peso del Estado que es total y aplasta al individuo, de Martí. De la falta de agua. Se disculpa por no tener televisor. Somos latinos, decimos: siempre buscamos los lugares comunes para terminar abrazados. Ganamos un mínimo de confianza. El segundo día surgen las ganas y con ellas la pregunta: “Disculpa si soy muy directo, pero ¿tienes papel higiénico?”. Al poeta se le quiebra la expresión, pero se ríe. Dice: “la cosa está del carajo. No he conseguido. Pero toma aquí”.

Aquí. Una guía telefónica a la que faltan muchas hojas y ahí voy, camino al hotel del que me fui hace un par de días para usar el baño del lobby. No estoy de turismo, pese a lo que aseguré en el aeropuerto cuando entré, pero soy extranjero y como estoy en La Habana, donde al turista le preguntan menos y tiene acceso libre a casi cualquier lugar, me siento con derecho.

De regreso a la habitación, por la noche, destaca sobre el aro de cerámica de la poceta un flamante rollo de papel higiénico. Es mejor agradecer en silencio, sin decir algo que pueda avergonzar al propietario, que ha hecho todo lo que está a su alcance para hacerme sentir cómodo, y lo ha conseguido. Incluso ha comprado un litro de leche. Para él, un lujo.

Hurgo entre mis cosas y saco una bolsa con el logo de una extendida cadena de farmacias en Venezuela. La amarro de cualquier lugar posible para echar los desperdicios, algo de lo que se habla poco, por educación, pero también algo que hacemos todos, capitalistas, comunistas, burgueses, poetas y presidentes.

Sigo en mi periplo habanero. Aprendo a abordar los carromatos enormes, antiguos corsarios modernos del lujo automotriz, ahora sostenidos con motores y piezas mecánicas de cualquier marca, que sirven de transporte público por puesto para los cubanos, y tienen rutas preestablecidas y cuestan tres o cuatro veces menos que un taxi.

Me mezclo con canadienses y franceses y alemanes y españoles. Recorro el malecón de cabo a rabo, ida y vuelta. Busco comida para pagar en Pesos Cubanos. La consigo en 20, en 25, en 30: Panes vírgenes con una milanesa de cerdo, de pollo o de pescado en el medio, más una vinagreta con sal, más un jugo de piña, o dos. Arroz con frijoles y otra vez milanesa, y plátano. Papas rellenas, pero con poca, muy poca tocineta. Mini pizzas con queso.

Pruebo barquillas de un Peso cubano que se derriten con una fugacidad brutal. Lo notable no es la metáfora del calor, sino saber que con el equivalente a un dólar americano, me podría comprar hasta veinte de esos helados. Nunca consigo servilletas en la calle, así que suelo llevar los dedos manchados con algún pegoste seco de grasa o de dulce. Me conecto a Internet desde el Gran Caribe Hotel Saint John’s, también hago llamadas desde uno de los dos teléfonos públicos ubicados en la acera de enfrente. Y espero.

Aquí todos esperan por algo y hacen filas y muchos fuman; aunque no esté permitido y haya señales, es posible ver que se fuma en cada uno de sus dominios. Hablo con estatuas, me pierdo, derivo durante horas y kilómetros, voy a cafés, a la sede de la Escuela de Comunicación de la Universidad de La Habana, realizo las entrevistas en hoteles, en restaurantes, en plazas, en lugares públicos, apartamentos. Las grabo, las digitalizo.

Me asombro con la inteligencia y la claridad de la mayoría, sobre todo de la joven profesora Elaine Díaz, quien ha estudiado formalmente el tema de la comunicación en las redes digitales. Escribo. Me encierro a tratar de comprender no la ciudad, que siempre va a resultar inabarcable en pocos días, sino lo que me dicen aquellas personas que acabo de conocer, esa necesidad angustiosa de compartir ideas, consejos, lecciones, secretos, de hablar bajito a veces y otras gritar, de revisitar su presente y su historia y dar la espalda y seguir como si nada, o como si todo, porque siempre hay algo que resolver.

Y esto es lo único que me queda para tratar de ubicarme en su realidad de comunismo caribeño: Algunos, en realidad la mayoría de aquellos con quienes converso durante más de dos horas, tienen críticas severas hacia los representantes del gobierno, otros tienen sus críticas, cómo no, pero consiguen en este sistema las bondades que no imaginan o no conocen o no han visto en países capitalistas. Unos menos, solo dos personas, de hecho, confían ciegamente en que, en líneas generales, Cuba está muy bien y además va a mejorar.

Educación, salud, deporte son temas para el debate; sin embargo, todos coinciden en algo: Hay escasez. Falta la comida. No alcanza el dinero. Así que sus innegables problemas, y los más grandes, según los testimonios no de la mayoría, sino de cada uno de los cubanos que se abren para hablarme de su situación y la del país, son económicos. No políticos. Incluso a pesar de que estas dos categorías suelan funcionar como siamesas.

Ya en Marianao, una urbanización no tan céntrica y turística como Vedado o Centro Habana, con casas pequeñas y menos cemento en las aceras, me toca ver los rostros pasmados de una quinceañera y su madre que abren los ojos, brillantes, ante unos pocos vestidos de regalo que les envía una amiga extranjera. Y va el desfile frente a mí para que vea las galas, mientras de la televisión surge una película de cine negro con mala señal y la abuelita se queda dormida sobre un sofá que debe tener la edad de ella.

No es propio de un texto periodístico serio andar de generalización en generalización, y de sensibilidad en sensibilidad, pero no me frenen, prefiero que me acusen de impreciso y cursi, y no de pasivo, o de cobarde, o peor aún, de pretencioso y pulcro. Si tenemos cinco sentidos es para usarlos: cuando digo que la cordialidad, la gallardía y la nobleza de los cubanos es palpable, como lo hago ahora, es porque huelo la comida que gentilmente quieren compartir conmigo, es porque escucho sus canciones a capela, porque siento el frío del hielo que se les acaba, porque pruebo el ron que me obsequian y tengo entre mis manos los libros artesanales y las revistas que a ellos les cuesta más trabajo y más dinero que a otro latinoamericano imprimir, pero lo hacen y sienten orgullo y por eso la regalan; porque miro la alegría triste de sus expresiones cotidianas.

A las diez de la noche, como en los últimos dos días, llego a la azotea y me asomo por todos sus costados, para intentar reconocer la ciudad desde lo alto: Una vez más el mar, la brisa que apenas refresca, el contraste que crea en el ambiente la existencia multicolor de unos edificios que han sido lavados por el tiempo, las ruinas, la gente. Al lado, en otro de los cubículos-apartamentos, tres integrantes de una familia ve un programa alrededor de la TV. La puerta está entreabierta. Solo se ven sus piernas. Busco al perrito y no está. Tengo ocho días en la capital de Cuba y cinco en Centro Habana. Todavía me queda una semana y un docena de entrevistas por hacer. Tengo ganas de silbar.

La brisa, dije la brisa. Apenas refresca, pero allí está el tendedero y en él reconozco algo que se mueve y suena. Me acerco, en efecto, silbando, y aunque de entrada no quiera creerlo, lo comprendo de inmediato. El logo, el de la extendida cadena de farmacias en Venezuela. Alguien, no sé si el poeta o uno de los vecinos, y no lo voy a preguntar pues me parece innecesario y estúpido, ha recogido la bolsa con sus desperdicios. Los ha vaciado en algún lugar. La ha lavado. La ha puesto al sol, para que se seque, para volver a darle uso.

Y yo estoy aquí para ubicar a los blogueros más activos y políticos de la Habana.

No hay comentarios.: