jueves, febrero 02, 2012
Entrevista con Yoani Sànchez
Entrevista con Yoani Sánchez
por Leo Felipe Campos
1. Introito
En mayo del año pasado estuve quince días en La Habana. Fui porque la editorial venezolana Puntocero me encargó un libro sobre los posibles cambios en las comunicaciones de Cuba a partir de la irrupción de internet.
Durante la investigación, me reuní tres veces con Yoani Sánchez. Primero en una especie de café cerca del Malecón, adonde fue con algunos amigos y su pareja, Reinaldo Escobar. Después en una oficina de la Dirección de Inmigración y Extranjería (DIE), en la cual le negaron el permiso de salida para viajar a Argentina y recibir un premio. Esa tarde ni siquiera la atendieron por falta de personal y terminamos sentados en la cara externa del pequeño restaurante del Hotel Vedado. La última vez fue en el apartamento de uno de sus amigos.
De entrada me aclaró: “No me tomes a mal, muchacho, pero no confío en ti”. Hacía solo dos meses, el joven profesor francés Salim Lamrani había publicado una entrevista, realizada a Sánchez en enero, y en la que ella quedaba, según sus mismas palabras, como una “oligofrénica”.
A esta mujer, amante del yoga y con el cabello más largo que vi en la ciudad, la idolatran o la odian. Es una celebridad en internet gracias a su blog Generación Y. Por él, múltiples instituciones internacionales le han otorgado premios y reconocimientos que se traducen en miles de dólares.
Periodistas, blogueros y tuiteros cubanos la acusan de pertenecer a una red contrarrevolucionaria orquestada por el Departamento de Estado norteamericano; y figura, en efecto, en varios documentos desclasificados de WikiLeaks con su nombre y apellido, como uno de los personajes jóvenes más atractivos para ser apoyados en su lucha ideológica y comunicacional contra el gobierno de los Castro. Luego de verla recorrer la ciudad a pie, conversar con ella y tratar de entender las intensas pasiones que despierta en la red, me senté a tratar de responder una pregunta: ¿quién era Yoani y, sobre todo, qué hizo antes de ser “la bloguera cubana”?
2. El pinino number one
Yoani es la segunda y última hija de William Sánchez y María Eumelia Cordero. Nació en un solar de Cayo Hueso, Centro Habana, el 4 de septiembre de 1975, en una cuartería con poco espacio donde los vecinos debían compartir el baño y la cocina.
Era curiosa y desde pequeña trajinaba con cualquier desperfecto, esas fallas que aparecen cada tanto en los hogares: un fusible, el pequeño motor de alguna pieza, una fuga de gas. Todo eso le viene de su padre, una figura alentadora y, según ella, cardinal en su vida, que fue maquinista de tren y se destacó siempre por sus habilidades manuales.
La familia era extremadamente pobre. Yoani solo tenía un par de zapatos con huecos en las suelas y, aparte de su uniforme de colegio, una muda de ropa todavía más gastada. Era común que sus padres le pidieran acostarse sin cenar y ella lo hacía, resignada, y luego se despertaba para sentarse desnuda en el baño a esperar con impaciencia que se secara su único juego de ropa interior. “Lo colgábamos ahí, detrás de un pequeño refrigerador, pero eso sí, no te vayas a creer que era algo excepcional. En Cuba más o menos lo mismo les pasa a todos, ¡eh!”, se apura a precisar con una sonrisa.
El “pinino number one” de la informática lo dio en un Instituto Preuniversitario en el Campo (IPUEC), ubicado en el municipio Alquízar. Yoani llegó con una beca a esa escuela llamada República Popular de Rumania, pero se decepcionó porque no podía entender cómo después de escribir tres y cuatro y cinco líneas de códigos binarios apenas aparecía “una rayita” en la pantalla del monitor, una especie de televisor en blanco y negro, gigante, al que luego había que meterle un caset de cinta para guardar la información.
Debido a una enfermedad a la que apenas se refiere sin decir el nombre, Yoani tuvo que abandonar el IPUEC y regresar a La Habana, donde sopesó la posibilidad de estudiar ingeniería, probablemente electrónica. Pero –otro pero con mueca de decepción– esta vez sufrió unos cuantos descalabros en sus pruebas de ingreso y, en honor a las matemáticas y las ciencias exactas, pese a sus dudas y gustos, no le quedó más remedio que aceptar la realidad: estaba hecha para el lenguaje.
Años más tarde se matriculó para estudiar español en el Instituto Superior Pedagógico, un recinto que ella califica como “un residuo de la universidad”. Y en ese andar, con 19 años, conoció a Reinaldo Escobar, su actual pareja y padre de Teo, su hijo de nueve años. Gracias a Reinaldo, 27 años mayor que ella, fue que pudo continuar estudiando y se decantó por la filología: “Hubiera sido imposible si me quedaba con mis padres, éramos tan pobres que no habríamos aguantado. O me quedaba echando una mano en lo que fuera o me ponía a trabajar, que aquí es básicamente lo mismo”.
3. El Frankenstein
En agosto de 1994 el litoral habanero fue testigo del Maleconazo, una revuelta popular protagonizada por miles de cubanos que saltaron a las calles a protestar en masa por primera vez desde que se instauró la hegemonía de los Castro. La isla estaba en medio de lo que se conoce como Período Especial, una etapa de depresión económica que comenzó en 1991, luego del colapso de la Unión Soviética y el derrumbe del socialismo en algunos países de Europa.
Yoani tenía 19 años y se había mudado con Reinaldo cinco meses atrás. Aún no había quedado embarazada, pero estaba a pocas semanas de sentir esa felicidad de espanto. A diferencia de otros miles de jóvenes, ella no saltó al Malecón con piedras ni intenciones de saquear. Decidió quedarse quieta con una motherboard en las manos. Sabía que, teniendo en cuenta las estadísticas y en vista de lo que ocurría en ese agosto convulso, tener esa tarjeta, el componente esencial para armar un computador, era un extraño privilegio.
Según la primera edición de la revista Giga, en un artículo de 2002 titulado “Avanzando hacia la sociedad de la información”, ocho años después de la historia de Yoani, en Cuba solo existían 2.2 computadores por cada cien habitantes. La gran mayoría estaba en centros de trabajo, no en hogares. En 2005, según reporte de la agencia IPIS, la cifra aumentaría a 2.9 por cada cien habitantes.
Por supuesto, en 1995 eran menos. Muchos menos. El incremento obedeció, entre las múltiples razones políticas, económicas y tecnológicas, a una legal: luego de una prohibición de diez años, los ciudadanos comunes recibieron la autorización de comprar computadores en el país –aunque algunos podían importarlos, previa autorización de los organismos en los cuales trabajaban– y conectarse a internet desde el 2 de mayo de 2008. Por 770 dólares un cubano adquiría un modelo chino QTech.
Otra cosa que poseía Yoani, además de su curiosidad y el gusto por armar y desarmar aparatos, era una buena torre de diskets floppys –de esos negros, cuadrados y flexibles– y un monitor. Tarjeta madre, diskets, monitor y curiosidad: suficiente para comenzar a armar su primera máquina, a la que llamaría desde ese momento y hasta hoy, cariñosamente, su “Frankenstein”.
Con poquísimos conocimientos de informática, Yoani trabajaba en la construcción de su computador en compañía de Reinaldo y unos pocos visitantes casuales, mientras comía azúcar, escuchaba a los amigos sacar notas de la guitarra y hablaba de política entre apagones de tres, nueve y catorce horas.
Le gustaban los circuitos y por eso no le dolió cambiar el flamante secador de pelo que su madre le había regalado por otras piezas que necesitaba para su Frankenstein. De todas formas, por esas fechas tomó una decisión que modificó su apariencia de forma drástica: se cortó el cabello al rape.
Si mudarse junto a su novio cuando ella tenía 18 años y él 46, significaba algo desafiante y provocador, estar de coco pelado en La Habana de mediados de los noventa le iba a valer algunos gritos e insultos en la calle: desde loca hasta lesbiana. Le importó poco. Tomó la decisión porque siempre ha tenido una cabellera abundante y conseguir champú en medio de la crisis era casi tan complicado como buscar los accesorios para su nuevo computador.
La máquina ya tenía casi todas las piezas, pero le faltaba el chasís y así tuvo que quedarse, sin cascarón: cables, tarjetas y puntos de soldadura estaban al aire libre. Solo le hacía falta un fan, un disipador de calor. Buscó el fulano fan y no lo consiguió. Cuando por fin ubicó uno en el mercado negro, tan común en La Habana como las franquicias en el resto del continente, no resultó compatible. Entonces apeló al ingenio cubano que inventa lo que no tiene: buscó una pequeña pecera de cristal vacía que había en el apartamento, la llenó de agua helada y, con sumo cuidado, la colocó encima del microprocesador. Resuelto el problema, pudo trabajar al menos cuarenta minutos, una eternidad cuando llevas semanas tratando de armar tu primer computador y estás ansioso, no por empezar a utilizarlo, que para eso falta mucho, sino por ver al menos que enciende.
4. Letra a letra
Producto del conflicto y el desencanto desatado por el Período Especial, varios amigos de Sánchez intentaron irse de Cuba de forma ilegal a mediados de la década de los noventa. Se embarcaron como balseros, unos lograron llegar a Miami y otros se convirtieron en comida para los tiburones del Estrecho de la Florida.
La situación comenzó a dejarla seca, cansada. Pero, por otro lado, el gobierno buscaba salidas: permitió el trabajo independiente, apoyó el resurgimiento de los mercados agrícolas, impulsó la empresa mixta de capital extranjero, aparecieron algunas tiendas y comenzó un incipiente surtido de diversos productos, entre ellos piezas de computadores.
Yoani continuó en su sala enfriando agua y metiéndole mano a la máquina durante semanas. Compraba una piecita por aquí, otra por allá, pero le seguía faltando memoria RAM, cualquier cosa que pusiera a volar su nuevo aparato. Tan pronto Frankenstein cobró vida, Yoani le instaló el sistema operativo DOS y algunos programas con los cuales, durante su segundo curso de español en el Pedagógico y ya con varios meses de embarazo, comenzó a hacer una revista de cuatro páginas. Algo pequeño, un boletín literario que tocaba temas lingüísticos y donde publicaba prosas y poemas de sus compañeros. Lo llamó Letra a Letra.
“Ése fue el primer reto que me hizo ver la computadora de otra manera, porque ahí yo tenía que empezar a trabajar textos y era algo muy pretencioso para las pocas herramientas con las que contaba. El WordPerfect 5.1 era un programa muy rústico, e intentar sacar un par de hojas encuadernadas con imágenes intercaladas… bueno, aquello fue una odisea, me llevó mucho trabajo y tuve que aprender un montón de comandos MS-DOS”.
Todo iba bien, la idea despertaba cierta admiración entre sus colegas y profesores. Sánchez se apoyó en la Facultad de Español y Literatura del Instituto para obtener un permiso que respaldara su proyecto de contenido cultural, y la gente colaboraba entusiasmada con materiales inéditos.
El precio de cada ejemplar no era simbólico, era irrisorio: veinte centavos de peso cubano, algo así como un centavo de dólar americano. La impresión de quinientos ejemplares la hacía, sin costo alguno, el padre de una de sus compañeras del instituto, que trabajaba en una litografía donde se imprimía una publicación oficial.
Sánchez diseñaba la revista en su casa, en su armatoste sin chasís, bajo la mirada y algunos consejos de su pareja. Entre ambos inventaron un concurso literario, el premio sería la publicación de los textos ganadores además de unas figuras de cerámica que comprarían con lo obtenido por las ventas. Algo muy pequeño. Casi un juego estudiantil.
Luego de armar los textos, Yoani iba a casa de un amigo que tenía una impresora de cinta de carro ancho y él le imprimía un número único, sobre el que ella insertaba imágenes y fotos. “Eso lo hacíamos siendo fieles al nombre, yo montaba el texto literalmente ‘letra a letra’ en el Frankenstein. Era un atrevimiento tecnológico, un atrevimiento gráfico y estético.
Esas hojas y hojas yo las recortaba y las pegaba en la posición exacta en la que iban a ser leídas, le daba todo a esta muchacha, ella se lo daba a su papá, y evidentemente eso pasaba por un proceso de fotocopiado, corte y pegado para que no quedara rastro de que eran retazos de hojas pegadas”.
5. La Nueva Generación del Centenario
El tercer número de Letra a Letra fue publicado en mayo de 1995. Fue un número icónico por el impacto que tuvo su editorial: se cumplía el centenario de la muerte de José Martí, y Yoani –recordemos: 19 años, embarazada, cabecipelada– tomó la voz de sus contemporáneos para decir que ellos, los de su edad, los de su talante, eran la Nueva Generación del Centenario.
Era un acto desafiante, pues Fidel Castro y sus jóvenes compañeros de armas en la guerrilla revolucionaria habían asaltado el Cuartel Moncada en 1953, durante el centenario del nacimiento de Martí, y a partir de entonces se dieron a conocer como la Generación del Centenario.
“Era un editorial muy crédulo todavía”, apunta Yoani. “No pretendía hacer ninguna ruptura, sencillamente reparar en el hecho de que ya había una nueva generación. Decir: ‘Oye, un momento, nosotros somos la otra Generación del Centenario’, y entre otras cosas llamaba a salvar a la patria de algunos peligros, pero no te vayas a creer que era algo frontal ni contestatario. No, qué va. A los estudiantes les gustó mucho, pero bueno, eso me costó una reunión en el Decanato de la Facultad”.
Sobre pixeles que dibujaban orejas, parte del cabello y la mirada del ilustre prócer y escritor cubano José Martí, el editorial decía:
Esta tercera aparición de Letra a Letra, la primera del año 1995, está consagrada a quien, no conforme con ser la figura más alta de nuestra historia, se erige como la persona más relevante de nuestra literatura. Cien años después de su nacimiento, los jóvenes de entonces se negaron rotundamente a dejarlo morir y autoproclamándose con legítimo orgullo “la Generación del Centenario” esgrimieron su ideario para salvar la patria; a un siglo de su muerte, los jóvenes de hoy encontramos las mismas razones que aquellos para sentirnos auténticos herederos de quien, puesto de pie sobre el yugo, hizo brillar más alto la estrella que ilumina y mata. De otros peligros será salvada esta vez la patria, para eso cuenta con el mismo José Martí y con otra Generación del Centenario.
Aunque no tuviera intenciones de agitación y alzamiento, a los ojos de hoy se puede afirmar que ése fue el primer documento público de crítica que hizo esta bloguera sobre Cuba. Sin embargo, luego de su publicación, la acusación del decano no fue por el contenido ni por un problema ideológico, sino por “enriquecimiento ilícito”.
Después de sacar la cuenta, suponiendo que Sánchez hubiera tomado el dinero de las ventas y no hubiera comprado los muñecos de cerámica que prometió como premio del concurso, obviando incluso que algunos ejemplares eran obsequiados a amigos, familiares, estudiantes y profesores del Instituto Superior Pedagógico, el monto total por la venta de los ejemplares de Letra a Letra le dejaba a ella una ganancia de cinco flamantes dólares. Centavos más, centavos menos, cinco dólares.
Meses después del encontronazo, Sánchez editó un nuevo número de su ahora controversial y vigilado boletín literario, pero no lo publicó: estaba a punto de tener a Teo. Después decidió abandonar la carrera y matricularse en filología en la Universidad de La Habana.
6. Los años del “hostal”
A finales de los noventa, gracias a las clases de español y las visitas guiadas por La Habana que ofrecía a turistas en compañía de Reinaldo, Yoani comenzó a aprender alemán. No hay un patrón para explicarlo, pero casi siempre eran turistas alemanes los que solicitaban el servicio. Según cuenta Sánchez, el origen de todo pudo estar en las colaboraciones de Reinaldo con algunas publicaciones periodísticas de pequeño vuelo en Alemania. Al menos así fue al principio; después se difundió por el boca a boca. “Fueron en total catorce años, con sus intermitencias. Ganábamos dinero suficiente como para pagar libros, tomar taxis, comprar zapatos”.
Al negocio de paseos y clases de español que manejaba la pareja, se sumaron desde finales de los noventa la hermana y el cuñado de Sánchez, que ayudaban en las rutas y traslados por algunos recovecos de la capital de la isla, además de ofrecer historia local y datos de la cultura caribeña y sus secretos, lo que ignora el turista desprevenido pero descubren los buenos viajeros.
La oferta incluía opciones diversas: alojamiento con los beneficios mínimos de un hotel o una pensión, medio día o estadías completas, paseos en bicicleta, comidas, advertencias típicas sobre la “viveza del cubano”, etcétera. Después de pagar al resto de sus ayudantes, Yoani y Reinaldo obtenían en promedio veinte dólares a la semana por persona, lo que les concedía cierta holgura en comparación con el común de los habitantes de la isla.
Compraron colchones y una nevera. Antes de este negocio, su situación económica era la de cualquier paisano promedio: pocos electrodomésticos, a veces sin agua y en medio de apagones. Fueron mejorando. Ya no dependían de la venta del café y los cigarros que mes a mes le correspondían a Reinaldo, como a cualquier cubano con tarjeta de racionamiento, y que éste decidía no consumir.
Muchos detractores aseguran que ella y sus amigos más cercanos reciben apoyo financiero de transnacionales, de la CIA o de instituciones “anticomunistas”, “imperialistas” y “contrarrevolucionarias” disfrazadas de independientes, porque no es posible que alguien que no trabaje para el gobierno logre conectarse a internet en La Habana con la pasmosa facilidad que ella lo hace. Otros incluso han llegado a afirmar que sus explicaciones sobre esta época de los paseos y las visitas guiadas por la isla son un discurso preparado para justificar sus ingresos durante esa época.
Yoani asegura que el escritor cubano exiliado Eliseo Alberto Diego habló de ellos y describió lo que hacían con los turistas en un pasaje de su libro Informe contra mí mismo. Claro, no los identificó con sus nombres, según ella, por protección: “Él cuenta de un edificio donde todo el mundo vive en función de los cursos de español para extranjeros, que hay un chofer, alguien que cocina y prepara los desayunos, el otro que plancha y lava la ropa, y ésos éramos nosotros, ahí está publicado”.
7. Reinaldo y Yoani
Las facciones de Yoani son duras. A menudo cuando se refiere a sus defectos, suele burlarse de sus orejas y su dentadura. Es común verla apuntar, corregir a sus interlocutores y también sonreír, pero quien más sonríe es su marido: Reinaldo, un hombre curtido en las lides del periodismo hecho en Cuba, tanto en medios impresos del Estado, hasta diciembre de 1988, como de forma independiente y en claro enfrentamiento con el gobierno castrista, sobre todo para periódicos extranjeros, a partir del año siguiente.
Reinaldo es moreno y de baja estatura, delgado, como su mujer, y lleva el Caribe en la lengua. Durante nuestros encuentros, él y Yoani siempre llegaron juntos, tomados de la mano, compartiendo sonrisas, dándose besos cortos de despedida en la boca. Manifestaban su amor y su cariño. Más que una pareja de años, consolidada en el trajín de esa carrera de obstáculos que es la convivencia, parecen dos adolescentes recién enamorados.
Cuando se trata de la Cuba en la que a su hijo le ha tocado crecer, hablan a una sola voz: “Claro que hay cosas positivas, el problema es el costo ciudadano”, dice Yoani, “lo que nosotros llamamos beneficios colaterales”, agrega Reinaldo. “Exacto”, continúa ella, “nuestro hijo sí tiene una escuela, pero quieras ver tú lo que le enseñan ahí. Nosotros, además, le tenemos que repasar las cosas porque más del sesenta por ciento de las clases que recibe son por televisión. La primaria tiene un poco más de atención, pero mira tú, ni así. Y en las ciudades del interior es todavía peor. En la escuela de mi hijo no hay quien limpie el baño, porque los salarios de limpieza son ridículos.
Para que tengas idea: unos diez dólares al mes. Eso huele horrible, y claro, él no quiere orinar allí durante las ocho horas de clases. Pero eso sí, la educación es obligatoria hasta noveno grado, porque hay que mantener las estadísticas. Siempre las estadísticas: que en Cuba pasa un ciclón y muere una persona, cuando a lo mejor pasa por Yucatán y mueren cincuenta, está claro que eso es un beneficio. Ahora, ¿qué hay detrás de ese beneficio? La militarización de la sociedad. Cuando llega el huracán ponen en la televisión: ‘¡Estamos en fase de alerta!’, y todo el mundo tiene que salir de su casa, pues te van a buscar y te sacan. A lo mejor yo quiero quedarme a cuidar mis pertenencias o morirme con el huracán, pero no me dejan.
Detrás de cada logro estadístico hay una imposición y un autoritarismo, y el ciudadano casi siempre termina maniatado. Lo mismo pasa con la baja tasa de mortalidad infantil. ¿Qué hay detrás de eso? Bueno, hay un programa de detección a tiempo de las embarazadas, pero también una presión muy fuerte ante la mínima duda de que el feto pueda venir con problemas. La mínima. Quizá en otro país nacería”… “Pero quizá se moriría desde el primer año y eso afecta el índice de mortalidad infantil”, completa Reinaldo. “En Cuba no nace”, sigue Yoani, “en esos casos se aplica el aborto.
Cada vez pasa menos, por la baja tasa de natalidad. Cuba tiene una combinación terrible: nacen cada vez menos niños y se va cada vez más gente”. Allí interrumpe Reinaldo: “Como suele decir Yoani: ‘Tenemos la natalidad del primer mundo y la migración del tercer mundo’ ”. “Eso, eso”, responde ella satisfecha. Y Reinaldo le pregunta, guiñando un ojo: “¿Viste como te cité de bien?”.
8. La tesis de grado
En junio de 2000, a los 25 años, Yoani se graduó de filología. Su tesis fue otro encontronazo con el sistema. Buscaba poner la lupa en la figura del caudillo dentro de la narrativa contemporánea hispanoamericana, en novelas como La dama de cristal, de la argentina Zelmar Acevedo Díaz, La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, y El caballero ilustrado, del cubano Raúl Antonio Capote, libro censurado por comisarios culturales de su país.
Caudillo. Ahí vino el primer choque. Junto a Margarita Mateo, su tutora, preparó el material que presentaría ante el jurado, pero los oponentes y el resto de integrantes del pánel le rechazaron el trabajo argumentando fallas en la investigación por el uso de citas y bibliografías con direcciones URL, algo a lo que no estaban acostumbrados.
También adujeron un supuesto error en el planteamiento del marco teórico, un primer capítulo que los jurados consideraron innecesario. “Esa parte de la tesis fue quizás lo que más les molestó, porque yo definía al dictador, al tirano y al caudillo, cuáles son sus diferencias, de dónde parte el poder de cada uno. Para ellos se alejaba mucho de la literatura y de la lingüística, pero yo tenía que definirlas porque eran variables que iba a manejar después. Nunca me dijeron que fue por razones políticas, eso es lo que yo sobreentiendo porque fueron muy agresivos conmigo. Creo que les pareció que yo quería retratar un poco a Fidel Castro”.
Tildaron a Sánchez de provocadora y la instaron a que repitiera la investigación y la presentara al año siguiente, pero ella insistió e insistió, pese a las reticencias, hasta que logró una nueva oportunidad para discutir la tesis, aunque con la condición de que fuera a puerta cerrada, únicamente con la presencia de su pareja y su hijo. Este retraso la obligó a graduarse después que el resto de sus compañeros y no pudo asistir a la ceremonia. “Eso fue porque la graduación iba a ser en la tribuna antiimperialista. No sé por qué temieron que yo fuera a hacer algo ahí; yo soy una persona muy tímida, incapaz de hacer un performance público.
”El apéndice de mi tesis era un listado de las novelas sobre el tema de la dictadura que había hecho Carlos Pacheco, un crítico e investigador literario venezolano que en principio yo quería que fuera mi tutor, incluso intercambiamos algunos mails. Su listado había llegado hasta el año 81 y yo lo completaba hasta el 2000. Recuerdo que cuando la oponente leyó aquello, me dijo: ‘Mira, es que yo no sé cómo tú hiciste esta lista, yo no sé si esta lista tú la hiciste tomando chispa de tren con tus amigos’. Chispa de tren es el ron más barato que hay en Cuba. Fue algo dramático.
”Terminé con cuatro puntos de cinco y mi diploma en la mano, diciéndoles: ‘Ustedes me han dado la gran lección profesional de mi vida; ya no quiero ser filóloga porque no quiero ser como ninguno de ustedes’ ”.
El mismo año de su graduación logró salir de Cuba por primera vez. Viajó a Alemania y estuvo un mes, invitada por algunos de sus antiguos huéspedes y estudiantes de español en La Habana. Fue una turista que practicó el idioma y disfrutó del verde de Fráncfort, de las bondades de Hamburgo y del cosmopolitismo de Berlín. Allá también tuvo su primer celular y le gustó, pero nunca pensó en quedarse. También conoció París, donde estuvo una semana.
Recuerda sus viajes con una sonrisa amplia pero trata de ocultar la nostalgia, como si temiera que su interlocutor confunda la alegría de la memoria con un reflejo que revele posibles intenciones de escapar y vivir en otro lugar, fuera de su país, como de hecho llegó a hacerlo dos años más tarde.
9. El capítulo suizo
Yoani regresó de sus vacaciones en Alemania y durante los meses siguientes, como dice, “se le llenó la cachimba”, se hartó de tanta crisis y tanto hacer sin recompensa: siguió quemándose las pestañas frente al papel para cumplir con un oficio tedioso que la ocupaba desde años atrás junto a su pareja: transcribir las tesis de grado de algunos universitarios desconocidos (“¿Cómo hacer un intercomunicador?”, “Centrales azucareros”, “La literatura cubana”, “La base del marxismo-leninismo”), trabajo que casi siempre la desvelaba junto al llanto nocturno de su hijo.
A veces lograba cobrar en efectivo, y otras con lo que se pudiera, como aquella en que le cancelaron con cepillos, peines y espejos. “Imagínate, con eso fue que nos pudieron pagar después de tanto darle y darle, me acuerdo que hasta le corregimos un pocotón de errores. Volvieron a los días, apenados, y trajeron eso. Y yo tan emocionada que andaba porque estaba contando con el dinero para comprar algunas cosas”.
También trabajó en Nueva Gente, una editorial del Estado que publicaba libros infantiles, pero siguió desencantada y ni siquiera terminó el servicio social. Reparó computadores, se frustró. Pensó que había llegado la hora de dar un nuevo salto para cambiar su vida. Se le amontonó la rabia. Ella lo llama “ese proceso acumulativo”. Entonces decidió estudiar alemán con una nueva perspectiva, recoger los contactos y amigos en el extranjero, y sus pesares, y la interminable lista de preguntas y deseos, para cumplir ese sueño que definió en un primer momento como un proyecto de liberación personal: largarse a Suiza.
¿Por qué a Suiza y no a Alemania? “Porque fue lo que apareció”, dice seca, tajante. Comenzó la gestión con algunos conocidos. Sin su ayuda económica no habría podido costearse los trámites y el boleto aéreo. “Fue un proceso agónico, hasta que el 26 de agosto de 2002 tomé el avión con destino a Zúrich. Allá también fui como turista, pero con una visa que me permitía abrir otras ventanas, como un contrato de trabajo. Mi única limitación era que no podía salir del país por el tipo de visado”.
Se marchó sola, sin el padre de su hijo y sin su hijo. Ella y Reinaldo nunca se casaron. Para aclarar la duda lógica: los menores de edad que no sean hijos de altos jerarcas del gobierno no pueden pisar otro país, a menos que sea de manera definitiva, algo que en este caso resultaba imposible, entendiendo que Yoani abandonaba su tierra, en teoría, en calidad de turista.
Cuando le pregunto si se casó con un europeo para obtener la legalidad que le permitiera vivir con mayor campo de acción, me responde: “Mira, ya te dije que yo no hablo de mi vida personal y privada, pero te puedo decir que no creo en el matrimonio. Eso es lo que te puedo dar. De ahí no transo, yo he amado y me han amado, y ahí termina todo”. En ese momento se ríe, entre líneas y un tanto nerviosa. Y remata: “Si hubo papeles o no hubo papeles, bueno. Pero he amado intensamente y me han amado”.
Su primer trabajo en Suiza fue en el cine Riff Raff, durante las noches. Después conoció a la peruana María Mariotti-Luy, que aún mantiene una pequeña librería llamada El Cóndor, ubicada muy cerca de la Universidad de Zúrich, donde venden libros en español y portugués. Ella la acogió y le ofreció un puesto de trabajo. Sánchez la considera su ángel salvador, recibió la solidaridad y la amabilidad casi maternal de su nueva amiga. Trabajando en la librería se puso al día con buena parte de la literatura de sus compatriotas en el exilio y con la narrativa contemporánea de América Latina que no se distribuye en Cuba. Se enamoró de la obra de Roberto Bolaño. Alternó los dos empleos, cine y librería, y además hizo un curso de integración en el que perfeccionó su alemán.
“Lo que me gustó de Suiza es lo que también me gusta de Cuba, las personas, los amigos”, dice. “Desde el punto de vista de la estructura social siempre puedo tener mil críticas para todo, pero en Suiza yo sentía que podía protegerme en la burbuja de mis amigos, de mi vida privada, que no había tanta intromisión de una ideología, ni de un gobierno, ni de los siete sabios que mandaban en la nación, mientras que en Cuba sentía y sigo sintiendo que no es posible, que no puedo trazarme un tejido personal y social al margen de las consignas”.
Sánchez quería reunirse allá con Teo y Reinaldo. Ambos seguían en La Habana, pero el padre tenía escasísimas posibilidades de volver a salir, entre otras razones por su figura de contrarrevolucionario y su trabajo como periodista independiente. También pesaba la posibilidad de que al no conseguir instalarse en el extranjero y tratar de regresar, en un futuro hipotético, luego de once meses el Estado le confiscara el apartamento.
Desde el primer mes, Yoani había comenzado a preparar las condiciones para llevarse a su muchacho. Se asentó en un barrio céntrico donde vivían muchos inmigrantes españoles, mexicanos, chilenos, y al décimo mes pudo alquilar una casa para ella sola con una conexión doméstica a internet las veinticuatro horas. Se convirtió en alpinista, ahorró mucho dinero y asistió al Consulado con puntualidad suiza, a pagar la extensión de su visa de turista. Llegado el mes once fue declarada emigrante definitiva, estatus que le permitía reclamar a Teo de forma legal.
Lo hizo, con el dinero suficiente para costear el boleto La Habana-Fráncfort-Zúrich más la supervisión especial por tratarse de un menor de edad en un vuelo internacional, que también tiene su costo, y la espera atragantada de más de un año sin verlo, llena de abrigos y juguetes y el deseo de brindarle un entorno amable.
El 7 de septiembre de 2003 Teo salió de Cuba rumbo a Suiza sin derecho a regresar. Ya tenía poco más de ocho años, había crecido –también su cabello– y había perdido algunos dientes. Desde su llegada, la emoción, la experimentación y el descubrimiento: paseos por las montañas, por el zoológico, por los parques de diversiones. Instalarse en su nueva vida en medio de un septiembre que su madre describe como idílico. También lo esperaba un colegio distinto, con muchos niños inmigrantes, rumanos, tamiles y yugoslavos. El plan era quedarse: “Pensar en el regreso me dolía”, recuerda Yoani. “Pero Reinaldo. Ay, bueno”.
Reinaldo logró viajar hasta Alemania y cruzó la frontera suiza. Se vieron, según relata su mujer, “pero no fue posible para él solicitar una residencia permanente. Ésa fue una razón importante para pensar en volver”.
Una razón importante, pero no la única. Después de la euforia inicial de conocer otra cultura y respirar una nueva atmósfera, a Yoani acabaron por pesarle el invierno y la ausencia de la familia, a lo que se sumaba la culpa de pensar constantemente: “Con el dinero que gasté en comprarme este par de zapatos, mi familia hubiera podido vivir un mes.
”Todo comenzó a ser insuficiente. Ese lamento era una herida. En las noches comencé a soñar con la posibilidad de no volver a ver a mi familia y era doloroso. En el sueño yo paseaba cerca a un río, mi padre estaba del otro lado y nunca encontrábamos un puente para poder juntarnos.
Eso fue martillante. En ese momento a mi padre, que apenas tenía cincuenta años, le detectaron una insuficiencia hepática y le dieron pocos meses de vida. Fue como un pequeño Chernóbil para mí. De pronto haberme sumergido tanto en los foros cubanos de internet me hizo pensar que yo podía volver para cambiar algo, una cosa típica de los emigrados. Claro, eso no fue ningún motivo principal, pero se fue convirtiendo en una obsesión”.
10. El regreso
Desde 1976, las leyes cubanas otorgan permisos de salida del país por períodos de alrededor de un mes. Un cubano que abandona legalmente su tierra, siempre y cuando no cumpla una misión política, militar o humanitaria, lo hace como turista, nunca como emigrante, y tiene que ser mayor de edad. Luego de ese tiempo, si la persona quiere extender sus plazos de estadía en el extranjero, debe presentarse en la sede del Consulado y pagar un monto por ello.
Esta acción es permitida hasta cumplir el undécimo mes. Al terminar el plazo, el cubano en cuestión es declarado emigrante definitivo y pierde su estatus legal como habitante de Cuba; el Estado puede confiscar sus bienes y prohibirle entrar nuevamente al país.
¿Qué ocurre con el emigrado si no logra la residencia o la pierde en el país en que se encuentra o, como en el caso de Sánchez, decide renunciar a ella? Según el reglamento de la Ley de Migración aprobada en 1976, no puede volver a Cuba, ni siquiera con una orden de expulsión. Queda en un limbo legal y pasa a engrosar el colectivo irregular de desplazados que debe sobrevivir al margen de las normas del sistema. Como si viviera en el aire.
Para Yoani Sánchez, lo importante de su historia no está en la singularidad de haber decidido volver a Cuba, sino “en lo macarrónico de las leyes que no te dejan regresar”. A partir del 1° de junio de 2004 se introdujo una novedad en las leyes migratorias de la isla: la habilitación del pasaporte, un sello de aprobación que dura diez años y flexibiliza la relación del Estado cubano con esos antiguos habitantes que habían decidido marcharse.
A partir de entonces, los emigrados cubanos pudieron viajar a su terruño. Ese dictamen le abrió a Sánchez una puerta. Las probabilidades de que la Dirección de Inmigración y Extranjería (DIE) le negara su habilitación a través del Consulado eran más bien bajas, pues ella no había desertado en alguna misión humanitaria o deportiva, ni estaba señalada por robarle algo a la nación.
Retiró sus ahorros y pagó más de tres mil euros por los boletos aéreos Zúrich-París-La Habana. Liquidó sus cuentas en Suiza. Canceló su visa de residente. Entregó la casa alquilada. Vendió las pertenencias que pudo y regaló lo demás.
“Fui la primera cubana en Suiza que habilitó su pasaporte, el mío y el de mi hijo. Deben haber puesto una placa con mi nombre por semejante locura”. Sus amigos no la apoyaron, de hecho le recriminaron su arrojo. Pero no le importó: arregló su partida. Le puso fecha y compró el boleto para regresar. Era el 15 de julio de 2004.
Había cargado con el máximo peso permitido: veinte kilogramos. No olvidó empacar el PlayStation 1 de Teo, que estaba prohibido meter a Cuba sin cumplir trámites rigurosos que ella se había saltado. Tampoco dejó tres vestidos para usar a su regreso, ni fotos y fotos y más fotos que se había llevado y ahora regresaban, ni los obsequios para su pequeña familia, algunos manteles y ropa para la madre, medicamentos y unos aparatos para medir la presión del padre, varios pares de zapatos para su sobrina. Chocolates. Y lo más importante, un secreto que iba a soltar después de los besos y abrazos de la bienvenida familiar: si estaba volviendo era para quedarse.
A punto de aterrizar recordó el mayor riesgo: que la detuvieran en el Aeropuerto José Martí de La Habana y la obligaran a abordar el avión de vuelta a Suiza, donde había cerrado su vida y ya no tenía derechos ciudadanos ni un techo donde dormir. El menor peligro era que la retuvieran en una prisión provisional para inmigrantes ilegales.
Al momento de enfrentar su miedo ante el control de migración tuvo un tropiezo que la dejó helada: el guardia de seguridad la detuvo por el PlayStation 1 de su hijo. Pero ella aprovechó para montar un teatro: “Es que nosotros venimos como turistas pero este niño, que no suelta el PlayStation, ay, me tiene más loca con ese asunto todo el día, y bueno, lo tuve que traer porque él quiere vacaciones con su aparato de videojuegos”. Hubo una pausa que parecieron dos, hasta que el guardia de seguridad se echó a reír y los dejó pasar.
Después del calor familiar, lo que vino fue la investigación jurídica para saber cómo podía quedarse, pues ella tenía la habilitación del pasaporte, pero eso le otorgaba el derecho de permanecer en Cuba solo durante tres meses.
A los días, ya en su hogar, debió certificar que un “jefe de núcleo”, es decir, el propietario de una vivienda, la podía acoger. Para eso, Reinaldo la estaba esperando en la misma casa que temieron perder en caso de haber abandonado la isla para siempre.
El 13 de agosto, en una dependencia llamada Inmigración Provincial, donde estaba la prisión para los ilegales, un oficial respondió a su solicitud de volver a vivir en su patria: “Tú sabes que eso no es posible”. Le pidió los documentos, y ella contestó: “No, yo no tengo documentos. Me llamo Yoani Sánchez y destruí mi pasaporte porque he venido para quedarme”.
¿De verdad había destruido el pasaporte? “Sí, porque mucha gente me había dicho que si mantenía el pasaporte me podían obligar a abordar el avión de regreso. Pero es que, oye, el oficial me dijo: ‘Tú sabes que eso no es legal, pero mira, chica, pide el último número ahí y haz la cola de los que llegaron pa’ quedarse’. Eso fue una sorpresa: había otros tres que estaban en la misma situación que yo pero por razones diferentes. Casos de repatriación.
Con ellos, que llevaban días en el mismo trámite, me entrené en ese breve espacio de tiempo. Me dijeron: ‘La prisión preventiva es aquí mismo y los colchones están de lo más buenos, pero no digas que tienes dinero porque si no te van a quitar ocho dólares diarios por estar presa. Y cuéntales que tienes un hijo menor de edad que está en la misma condición’. Ellos me mostraron el camino y gracias a que el padre de mi niño conservaba la casa pude salir de eso que consideraban un delito. Después tuve que ir durante varias semanas a firmar unos papeles”.
11. Internet para todos
Desde su regreso a mediados de 2004 y hasta febrero de 2007, Yoani y Reinaldo intentaron generar debate y discusión a través de una revista electrónica llamada Consenso, mediante la cual, explican ellos, pretendían incluir distintos matices de pensamiento en la realidad cubana.
Y de hecho lograron larguísimos intercambios de correos electrónicos a través de la intranet de su país, un privilegio para algunos sectores de la sociedad que disfrutan, por ejemplo, los integrantes de la UNEAC (Unión de Escritores y Artistas de Cuba), avalada por el gobierno. “Pero después de tres años nos desgastamos.
Nos dimos cuenta de que nos encontrábamos frente a tres posturas fundamentales. Primero, la gente no quería colaborar con la revista porque no pagábamos. Segundo, desconfiaban de nosotros, decían. ‘Bueno, si a estas personas les permiten hacer esta revista en internet puede que hasta sean de la Seguridad del Estado’. Y por último estaban los otros, que pensaban: ‘Cuidado, si colaboro con ellos me estoy marcando en negativo y voy a perder mi trabajo en la universidad o donde sea que esté’. Entonces comprendimos que a veces es imposible vencer”.
Para esa época, Sánchez seguía a duras penas, por la dificultad de conexión, dos blogs anónimos, uno sobre cine llamado La Pupila Insomne, y otro con un título cortazariano: La Isla al Mediodía, que publicó su primer texto en 2005. Ambos continúan activos y son escritos por cubanos, o así se presentan.
Fue entonces cuando a Yoani le entró el gusanillo de comenzar su blog y así no depender de terceros para registrar su propia mirada de La Habana. “Para ese momento habría cinco o diez blogueros en Cuba, no más. Yo le dedicaba mucho tiempo a la realidad virtual fuera de mi país y acabé pensando, casi como una prolongación natural, que debía sumarme a esa discusión tan vivaz sobre nuestro destino”.
El 4 de abril de 2007 sacó a la luz su primer post, titulado “Carteles sí, pero solo sobre pelota”, en el cual realizaba una crítica sutil a la decisión de permitir que los fanáticos del béisbol en Cuba pudieran desplegar consignas públicas en los estadios para apoyar a su equipo y atacar al rival. Cerraba el texto de esta manera: “Me puedo imaginar qué pasará si una vez concluida la final cuelgo en mi balcón un mínimo papel que diga: ‘Sí al etanol’ o ‘Internet para todos’ ”.
“Internet para todos”, eso dice, justamente, la calcomanía que tiene pegada en la puerta de su apartamento, junto a una pequeña bandera cubana.
Será por los más de 165.000 seguidores en Twitter que tiene hoy en día. O por los miles de comentarios diarios que generan las entradas de su blog Generación Y, junto a otros portales de la red. O por el talante de los mismos, según los cuales es la estampa fiel de la heroína ejemplar contemporánea o una farisea clásica. O por la campaña que ha impulsado el gobierno de Cuba y que la muestra como una apátrida y una marioneta de los intereses del sistema capitalista. Por todo eso. Incluso por menos, Yoani Sánchez, más que lectores, tiene actualmente fanáticos y enemigos.
Alcanza el arrastre de una artista pop o un político carismático: “La popularidad es innegable, pero no creo que yo sea un globo inflado a la fuerza por los premios o la prensa internacional, nada de eso ha potenciado este fenómeno de manera artificial”, aclara.
Han pasado siete años desde su regreso y, a pesar del éxito, la notoriedad, los premios y el dinero que alcanzó gracias a su blog, se niega a verse como el resultado de una fórmula de trabajo político. Sacude la cabeza ante cualquier intento de vinculación con el gobierno de Estados Unidos, e incluso, pese al apoyo mediático que consigue en Miami, América Latina y parte de Europa, reniega de cualquier posibilidad de optar a un cargo de elección popular, en el supuesto de que se instaure un verdadero sistema democrático en Cuba en los próximos años: “He visto de cerca la relación entre la pluma y el poder y todos los ejemplos han sido catastróficos. No es que vayamos a dejar la política en manos de tarados, eso sería lamentable, pero no tengo la dosis de cinismo para eso y me falta proyección pública. No me veo, no estoy ni cerca de querer ser presidenta, no me interesa”.
Su blog está traducido a veinte lenguas, incluyendo el coreano, el chino, el japonés, el persa, el lituano, el checo, el búlgaro, el holandés, el finés, el húngaro, el griego, el ruso y el rumano, entre otros. Los traductores son amigos virtuales, gente desinteresada que a veces ni siquiera conoce. Ante las suspicacias al respecto responde: “Yo he llegado a esto desde la autonomía personal y económica. Ganándome la vida como profesora de español pude financiarme las primeras horas de internet que me permitieron ayudar a hacer Consenso y después saltar al blog. En la medida en que el blog iba ganando, mucha gente me escribía al mail para saber cómo podían ayudarme. Siempre aparece una mano solidaria, yo pido en Twitter para que me ayuden a recargar el saldo, lo hago públicamente y de una forma transparente”.
Se ha hecho informática y programadora para hallar formas de sacar el máximo provecho a internet. Dicta clases sobre creación y mantenimiento de blogs, escribe libros técnicos por encargo, colecciona discos duros portátiles y siempre acepta cuando los turistas y visitantes que la buscan para conocerla –y cada vez son más–, le ofrecen una o varias tarjetas de acceso a internet desde los hoteles de La Habana, donde de otra forma debería pagar unos ocho dólares por hora.
“El otro día di un paseo a dos norteamericanos que al final me compraron una tarjeta de cinco horas. Eso puede durarme todo un mes si la administro bien, porque yo trabajo primero todo offline”.
En nuestro último encuentro, el sonido de un radio de onda corta en la fachada de un edificio desesperó a Yoani. Corrió al balcón de un piso bajo en el cual se encontraban otros amigos blogueros y un músico. Se asomó a la ventana, con preocupación. No vio a nadie y dijo: “Ésa era mi voz. Yo la oí, ésa era mi voz, ¿ustedes la oyeron?”. Todos asintieron, unos con más dudas que otros. Minutos antes me había dicho, mientras hablábamos de las contradicciones, que ella no se consideraba paranoica ni obsesiva, y que creía en el diálogo pese a los atropellos, golpes y procedimientos ilegales de los cuales ha sido objeto por parte del gobierno: “Mira, te digo que ellos actúan mucho en la sombra”.
Pasado el momento insistió en que, si bien no tenía ansias de poder político, había un proyecto que sí le quitaba el sueño y estaba programando ejecutar pronto: crear un medio de comunicación, digital o impreso, en el cual ella fuera la editora. “No quiero ser la dueña”, dijo, “ni creo que tenga recursos para eso. Lo haría junto a Reinaldo, y sus colaboradores serían nuestros amigos blogueros, fotógrafos, artistas y escritores, como ya lo hicimos en Consenso. Ése es mi proyecto personal, un nuevo medio de prensa en Cuba, basado en las pequeñeces, en lo comunitario y lo cotidiano, con una fuerte revisión del pasado y una necesaria proyección del futuro. Ya tengo hasta nombre y todo, pero no te lo digo. No te lo digo”.
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