Moises Naím recibió el pasado 4 de mayo el Premio Ortega y Gasset de periodismo. El jurado del premio destacó "su independencia'' y "enorme solidez y capacidad de análisis''. Gracias a Editorial Alfa y a Mirtha Rivero, a continuación publicamos la interesante entrevista que le realizara Rivero a Naím para el exitoso y comentado libro "La rebelión de los Náufragos" (Editorial Alfa). La entrevista se concentra en el paso de Naím por el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez y su análisis del período.
Por Mirtha Rivero | 12 de Mayo, 2011
–Cuando aceptó la oferta para ingresar al gabinete de Pérez, lo hizo con la condición de estar sólo un año. ¿Por qué un año?
–Porque yo entendía que me sería difícil sobrevivir el primer año después de todas las decisiones impopulares que estaba obligado a tomar en ese período. Yo conocía bien la dura situación que venía, y sabía que quienquiera que fuera el ministro de Fomento durante ese primer año iba a ser el pararrayos de ataques muy fuertes de todas partes. Ese ministro se iba a quemar. En ese año, mi trabajo era hacer lo necesario para enderezar las cosas. Mi misión no era ser popular sino tomar las decisiones que eran indispensables –que se habían pospuesto por demasiado tiempo– y luego irme. Como yo no era un político ni quería hacer carrera política, y afortunadamente mi carrera personal y mi vida tenían blindaje, me podía dar el lujo de correr esos riesgos. Tenía una red familiar y profesional que me aceptaría una vez que saliera del gobierno; en otras palabras, tenía «dónde caer» cuando se produjera la fuerte reacción que se iba a producir. Sabía que iba a ser el bombillo que se iba a quemar, y al que después reemplazarían por otro bombillo. Alguien tenía que hacerlo. Entendí que esa mi contribución a un país al cual mi familia y yo le debíamos mucho.
–Pero no se fue al año.
–Efectivamente. Al año fui donde el Presidente a recordarle nuestro acuerdo, pero él me dijo: «Si usted se va ahora, van a pasar tres cosas. Primero, que nos quedan temas pendientes en los que no hemos logrado avanzar, como la política automotriz, por ejemplo. Segundo, que sabiendo cuál es la relación que existe con el partido, ante su salida yo no voy a tener otra alternativa que poner en su lugar a alguien que me imponga el partido, y esa persona, lo más probable, es que va a deshacer todo su trabajo de un año. Tercero, que es muy importante, y es a lo que más temo porque lo otro yo lo puedo manejar, que la gente dentro y fuera del país va a interpretar que usted se está yendo porque tenemos diferencias en política económica. Si se retira ahora, los inversionistas, los mercados y todos van a pensar que su salida significará un cambio dentro de esa política. Eso sí que nos va a hacer mucho daño. Y eso sí no lo puedo manejar. Así que reflexione, no eche a perder todo lo que hizo durante este año». Y me di cuenta que, en verdad, él tenía razón.
–Mientras estuvo en el gabinete, ¿quién era el coordinador del programa económico?
–Esa es la pregunta que sólo quienes no están en un gobierno pueden hacer. El que está en un gobierno sabe que gobernar es algo de tal complejidad, y tiene tantos matices y tantas áreas que sólo pensar que hay alguien con la capacidad, el tiempo o el poder para coordinarlo todo, es una ilusión. Es decir, Pedro Tinoco, de una manera fabulosamente competente, manejaba todo lo que eran los temas de deuda, finanzas, política monetaria. Miguel Rodríguez manejaba brillantemente sobre todo lo que era el diseño de la estrategia económica, las relaciones con los organismos multilaterales, las negociaciones con ellos y muchos programas cruciales. Y el diseño macroeconómico, por supuesto. El área de la reforma comercial, de la política de precios y todo lo relacionado con la «economía real» la manejaba yo. Los temas fiscales, Eglée de Blanco. Para los temas de privatización estaba Eduardo Quintero, al principio, y después Gerver Torres. Y obviamente estaba Pdvsa. Entonces: ¿quién era el gran conductor de eso? El presidente Pérez. Es decir, el Presidente, como un buen gerente, dictaba los grandes lineamientos, pero él nos dejaba hacer, y debo decir que él era de una disciplina gerencial extraordinaria. Eso se evidenciaba en nuestras reuniones de gabinete. Él recibía cuentas de los ministros de una manera absolutamente rigurosa y disciplinada; por ejemplo, mis cuentas con él eran todos los lunes a las diez de la mañana y el Presidente no me falló ni una. Y puedo decir que a veces llegábamos a grandes niveles de detalle… Me impresionaba muchísimo cómo él estaba enterado, y sabía y hacía preguntas inteligentes. Ahora, preguntar: ¿quién era el zar de la economía en Venezuela?… Repito: dime a cuál decisión te refieres, a qué área en específico, y yo te digo quién coordinaba. Porque hay que tomar en cuenta que ese era un gobierno de profesionales exitosos con personalidades muy fuertes e independientes. ¿Es posible imaginar a alguien que, de verdad, logre coordinar a Tinoco, Rodríguez, Naím, o la misma Eglée de Blanco que como ministra de Hacienda era una persona importante dentro del gabinete? Ahora, desde el punto de vista de los medios de comunicación, indudablemente y afortunadamente, el que más aparecía explicando y defendiendo el programa económico era Miguel Rodríguez.
– ¿El tren ejecutivo se conocía entre sí? ¿Había armonía entre ustedes? Lo pregunto porque hay una ilusión de que formaban un equipo compacto, pero también hay una tesis que señala que no eran un grupo unido e incluso se dice que dentro del gabinete había dos bandos encontrados.
–Obviamente dentro del equipo había ministros que compartían una misma visión de los problemas del país y cuáles eran las soluciones. Miguel Rodríguez, Eduardo Quintero, Gerver Torres y yo teníamos una visión común y el Presidente se había comprometido con un programa de cambios en el que nosotros creíamos. Pero en ese gabinete había ministros que no ocultaban el hecho de que preferían estar haciendo las cosas de manera muy distinta. Estaban con el programa simplemente porque el jefe les había mandado a estar con el programa, porque si por ellos hubiera sido, no lo habrían hecho. Ese otro grupo estaba liderizado por Reinaldo Figueredo, el ministro de la Secretaría de la Presidencia, con el apoyo sutil, pero muy eficaz, de Eglée de Blanco. Muchas veces, a nosotros nos era más difícil empujar cosas dentro del gobierno que fuera del gobierno. Yo conseguía, a veces, más comprensión y apoyo para lo que estaba intentando hacer entre algunos miembros de la oposición que entre algunos colegas ministros.
–Tenían que ganar la batalla adentro, para intentar afuera…
–Y era muy difícil ganarla. Es decir, discutíamos, decidíamos y aprobábamos en el Consejo de Ministros, pero después la ejecución de lo que se había aprobado se retardaba o se trancaba. A veces quienes tenían que ejecutar las tareas, de cierta manera atrasaban, arrastraban los pies o cambiaban las cosas. Yo sentía los efectos de una poco fiable pero muy eficaz resistencia pasiva al programa de reformas desde dentro del equipo de gobierno. Y fuera del gobierno, ni se diga. El país entero rechazaba las reformas o las apoyaba, siempre y cuando no se tocasen sus intereses.
–Quiere decir que fueron muy difíciles esos dos primeros años de gobierno, dentro del propio gobierno.
–Fueron terribles. Una verdadera pesadilla, pero increíblemente importantes.
–¿Recuerda la primera reunión de gabinete económico con el CEN: el Comité Ejecutivo Nacional de AD?
–Cómo no. Pero es que no fue una, fueron decenas de reuniones. Yo sentía que pasaba mi vida explicando, justificando, rindiendo cuentas y siendo regañado por el CEN del partido de gobierno. Salvo algunas excepciones, los líderes del partido que nos tenían que dar guía, protección y apoyo político nos criticaban ferozmente. Nos trataban como a unos seres extraños que no tenían por qué estar en un gobierno que les «tocaba» a ellos, a sus familiares y amigos. Y, obviamente, en ese sentido tenían razón, puesto que casi todos los ministros de la economía no eran miembros de AD, y, lo más importante, estábamos llevando a cabo cambios que tocaban intereses que ellos habían protegido por décadas… Es que si me preguntas cuál es la principal sensación que yo tengo de mi estadía en el gobierno, puedo decir que son tres sensaciones: una, sueño, por lo cansado que estaba; segundo, pánico; tercero, esperanza.
– ¿Pánico por qué?
–Pánico, por esa perenne sensación de que todo el tiempo había una bomba atómica esperando por el ministro para ser desarmada. Era como que uno llegaba, se sentaba en su escritorio y traían una caja que decía: «Aquí hay una bomba atómica, hay que desarmarla porque va a estallar exactamente en tanto tiempo». Y cuando uno estaba tratando de entender cómo desactivarla, traían otra bomba. Y otra, y otra, y otra. Y el ritmo de llegada de bombas atómicas que había que desarmar inminentemente era mucho mayor que la capacidad de desarmarlas a la velocidad que llegaban. Pongo un ejemplo: están por llegar todos los barcos con trigo a Venezuela, pero los van a desviar porque no se han hecho los pagos, y resulta que no hay cómo pagarles. Eso producirá una masiva escasez de pan. Por otro lado, los conductores de taxis y de camionetas por puesto alrededor de Caracas tienen las tarifas reguladas desde hace dos años pero el precio de los cauchos y los repuestos se ha triplicado y los conductores van a ir a la huelga y van a paralizar Caracas a menos que se liberen las tarifas…Y eso sucedía todo el tiempo. Era una bomba cada diez minutos, y cada una de esas bombas tocaba vidas y de no desactivarlas se producirían enormes impactos humanos, económicos y políticos.
–Imagino, además que, por ejemplo, para pagar los barcos que traían el trigo se podía acudir a la partida presupuestaria de otro ministerio pero eso implicaba negociar con ese otro ministerio que a su vez tenía sus bombas…
–Exacto. Y mientras todo eso estaba sucediendo, yo tenía que pasar una cantidad inmensa de horas en interpelaciones en el Congreso. Pasaba incontables horas en el Congreso y con los políticos. Y aquello era básicamente un show porque ahí a nadie, en el fondo, le importaba nada. Les importaba mucho más ganar puntos con el público que los veía en los noticieros de televisión –los canales y los medios de comunicación en general, hay que recordarlos–. No apoyaban las reformas, y su tibio apoyo lo condicionaban a la defensa de sus intereses económicos. Eran muy pocos los políticos o los líderes del país que entendían o hacían el esfuerzo de entender la naturaleza de las reformas o la lógica detrás de lo que se estaba tratando de hacer. Aunque, en justicia, también hay que reconocer que los tecnócratas de la economía explicábamos las cosas muy mal. Hablábamos en un idioma difícil de entender. Ahora bien, eso en lo que respecta a las constantes interpelaciones obligatorias en el Congreso, y a las reuniones con el CEN. Yo iba mucho al CEN. Por eso es que digo que no hubo una reunión con el CEN, hubo muchas. Casi todos los lunes había una.
–Le hice referencia a esa primera reunión del CEN con el equipo económico porque me han dicho que, ese día, usted fue el único que avizoró lo que podía venir, el único que dijo que el programa de ajustes podía traer protestas.
–No hacía falta ser un gran adivino para saberlo. Una cosa es ver las cosas a nivel macro, como Cordiplan y el Banco Central, que manejaban las cifras macro: la balanza de pagos, la política monetaria. Otra es el Ministerio de Fomento, que en esencia es el ministerio micro. Es el ministerio de los precios del huevo, del pollo, de la leche… Yo estaba obligado a entender mucho más en detalle, porque estaba en contacto con la cadena de distribución, con los bodegueros, los transportistas, y tenía más información a ese nivel que otros ministros. Pero además, yo venía de escribir un libro, junto con Ramón Piñango, El caso Venezuela: una ilusión de armonía y estaba absolutamente consciente de cuán frágil era la estabilidad social en Venezuela, y cuánto dependía del petróleo y del dinero, y sabía que si no había dinero esa estabilidad era una ilusión de armonía.
–Se asegura que fue uno de los ministros que mejor se relacionó con los dirigentes de AD, hasta llegar a ganarse la confianza de algunos. Por otro lado, en un discurso que pronunció en el IESA en 1990, usted aseguró que en su tránsito por la administración pública había desarrollado un enorme respeto por algunos políticos que por lo general eran muy poco apreciados. ¿A quiénes se refería?
–Admiro a los políticos decentes que ambicionan el poder para hacer el bien. Es un oficio noble y con frecuencia incomprendido. Por el desprecio generalizado hacia los políticos y hacia los partidos políticos –a veces, pero no siempre, merecido– en Venezuela perdimos la democracia. En mi lista de políticos admirables puedo hablar de Luis Piñerúa y de Paulina Gamus, por ejemplo. Es decir, cuando uno iba a las reuniones del CEN se encontraba con que había gente muy primitiva, gente que uno se daba cuenta de que estaba allí simplemente porque estaba usufructuando de la política de manera brutal. Pero, de pronto, uno descubría a una persona como Piñerúa, que tenía una imagen pública de ser autodidacta y poco formado, pero que constantemente nos sorprendía con la calidad de sus análisis. A pesar de que muchas veces era rígido, hacía preguntas muy inteligentes. Hay que acordarse de que aquel gabinete de Carlos Andrés Pérez era un gabinete con enorme preparación académica y profesional, y si había gente en Venezuela que sabía de lo que estaba hablando, era ese grupo de profesionales. Pero resulta que uno llegaba a una reunión con AD y se encontraba con gente como Piñerúa, que tenía una opinión muy bien formada sobre temas muy técnicos, a la altura de los mejores analistas del país. Pero el primero en esa lista, sin lugar a dudas, el principal de todos esos nombres que eran despreciados, denostados y vilipendiados, pero que en realidad era de un talento enorme y merecía mi mayor respeto, era Pérez.
–Cuando Pérez le propuso el ministerio, usted alegó que Fomento era un despacho para un político y no para un técnico. Después de su experiencia, ¿ratifica esa idea o piensa que mejor podía haber sido una amalgama entre lo político y lo técnico?
–Lo que se descubre cuando se está en el gobierno es que esa diferencia es una ilusión. Era imposible hacer el trabajo que yo tenía que hacer sin hacer política, pero al mismo tiempo era imposible si sólo hacía política y no entendía la dimensión técnica de lo que estaba haciendo. Acuérdate de que en las mañanas yo me tenía que sentar con unos políticos que a duras penas sabían escribir pero que tenían un poder enorme, y en la tarde tenía que estar en una mesa con diez tipos del Fondo Monetario y del Banco Mundial, todos con PhD, para negociar temas muy técnicos. Así que en las mañanas entendía lo que era políticamente deseable pero técnicamente imposible, y en la tarde veía qué era lo que la racionalidad técnica requería y la realidad política impedía. Tener esas dos dimensiones me ayudó mucho a lograr ciertas cosas mientras estuve de ministro.
–Volviendo a la tesis de los dos bandos dentro del gobierno: unos estaban con todo apoyando al gobierno, pero otros, según usted, «arrastraban los pies» porque consideraban que la aplicación del ajuste era de choque…
–La gente no entendía ni aceptaba que no había alternativa. Tú podías dar discursos, podías darte golpes de pecho, podías desgarrarte por la situación de los pobres, pero al final la realidad era que no había dinero. Punto. Además, no se tenía un aparato para seguir controlando los precios, no había cómo seguir dando dólares de Recadi a una tasa artificial, ya no se podía proteger más a las industrias ineficientes del país o subsidiar a empresas del Estado que cada año perdían cantidades obscenas de dinero, ni mantener un sector público gigante e inoperante que empobrecía a todos. Había que desmontar el aparato de controles que estaba asfixiando la economía y empobreciendo y corrompiendo a los venezolanos… Y todas estas cosas estaban conectadas. Primero, se necesitaba dinero y si los organismos multilaterales como el Fondo Monetario o el Banco Mundial no te prestaban, nadie lo hacía. Y los multilaterales decían que no iban a dar ni un céntimo si no eliminaba el cambio múltiple –es decir, Recadi– que era una fuente de distorsión económica y de enorme corrupción. Liberar el cambio obligaba a liberalizar los precios, y esto forzaba a que se abriera el comercio internacional y a reducir las barreras a las importaciones. Porque si se dejaba que la tasa de cambio fluctuara libremente era imposible mantener los precios controlados y administrados por el Ministerio de Fomento. ¿Cómo decide alguien desde un escritorio en el gobierno cuál es el precio del jabón, del pan, de una medicina o de miles de productos si la estructura de costos de cada uno de esos productos cambia a diario, a medida que oscila el precio de la moneda, la tasa de interés o los insumos necesarios para la producción? ¿Cómo sabe un funcionario medio, mal pagado y poco formado de un ministerio, cuál debe ser el precio «correcto» de la pasta de dientes que consumen millones de venezolanos cada día? No lo sabe, no se puede. Si no puedes controlar precios –y además era un mito que estaban controlados– entonces es necesario liberalizar importaciones. De no hacerlo, de no liberalizar las importaciones, estallaría la inflación, pues los vendedores no tendrían incentivo para ponerles límites a sus precios, ya que la competencia del exterior estaría siendo frenada por los controles del gobierno. Por eso había que quitarlos; para que quien vendiera cauchos, por ejemplo, no cobrara más por esos cauchos que lo que costaría traerlos importados. Había que introducir competencia internacional para ponerles límites a los precios de los industriales y comerciantes locales. En conclusión: todo estaba entrelazado. El país no tenía opciones, y hacer una cosa obligaba a hacer la siguiente y, luego, la próxima… Pero esta explicación que acabo de dar jamás fue aceptada por quienes criticaban la política económica. Todos proponían «el gradualismo». Venían a mi oficina o me interpelaban en el Congreso y pedían gradualismo. Eso, en la práctica quería decir subsidios y protecciones para los intereses que representaban y shock para el resto del país. Los sindicatos, los industriales, las empresas multinacionales, las pequeñas y medianas empresas, los indígenas, los maestros, los médicos, los banqueros, las universidades, los militares, los empresarios… todos se organizaron para presionar al gobierno y tratar de extraer subsidios del fisco y protecciones que los cobijaran de los costos del inevitable ajuste que había que hacer. La verdad es que ningún gobierno democrático escoge darle un shock económico a su población, a sus votantes, si puede evitarlo. Ese debate de shock versus gradualismo, en realidad, era un debate absolutamente hipócrita, tendencioso y teatral. No había la opción de hacerlo de manera diferente. Al país se le habían acabado las opciones.
–En otras oportunidades ha dicho que una falla fundamental del gobierno fue la falta de una política de comunicación: no se supo comunicar al país el programa de ajustes, Pérez no lo comunicó. ¿Tendría eso que ver con que Pérez a lo mejor no estaba totalmente convencido o no entendía completamente el programa económico, y por lo tanto no se sentía con la suficiente seguridad para poder «venderlo» o defenderlo?
–No, no lo creo. Yo creo que él estaba profundamente convencido. Todos los días él tenía la oportunidad de echar para atrás, pero yo lo veía muy determinado, y explicando cosas inclusive mucho mejor de como lo explicábamos los demás. Es decir, es obvio que el gobierno no comunicó con eficacia lo que había que hacer, pero yo también tengo dudas de que hubiera habido una manera de comunicarlo con eficacia. Era una sociedad que llevaba demasiadas décadas acostumbrada a una manera de hacer las cosas, y sacarla de sus comodidades y de sus arreglos era muy difícil. Acuérdate de que esta era una sociedad que no lograba, por ejemplo, ponerse de acuerdo para hacer cosas tan obvias como privatizar el hipódromo. En Venezuela, el hipódromo era el único lugar de carreras de caballos del mundo que perdía dinero, y era dinero del Estado. El Estado perdía todo el dinero pero los dueños de caballos ganaban mucho y eran gente muy rica. Y era imposible privatizarlo. ¿Por qué había que privatizar el hipódromo? Para que el dinero que todos los años le tenía que dedicar el Estado a subvencionar y subsidiar a los criadores de caballos se utilizara para comprar medicinas para los hospitales de los niños. Más obvia no podía ser una decisión. Pero fue imposible que la aceptaran. Los intereses alrededor de las carreras de caballo eran poderosísimos. Y es una buena evidencia de lo errado que es suponer que el presidente Pérez o su gobierno eran todopoderosos. Desde adentro uno sentía todo lo contrario. Entonces, ni siquiera vale la pena discutir si el gobierno hizo una política comunicacional adecuada, y yo me pregunto si es que había alguna política comunicacional que hubiera podido convencer a las élites de ese país, y no sólo las económicas, también las sindicales, militares, religiosas, universitarias o periodísticas, que tanto se beneficiaban de la situación, de abandonar sus privilegios. Élites que, además, probaron ser muy miopes: por estar defendiendo migajas perdieron la torta.
–Lo preguntaba porque interesa conocer hasta qué punto Pérez entendía o estaba convencido del programa económico, cuando se sabe, por ejemplo, que al principio él era reacio a privatizar la telefónica Cantv y costó convencerlo…
–Lo que importa no es el proceso, lo que importa es el final. Al final, Pérez decidió privatizar la Cantv y la privatizó de una manera transparente. Todo el mundo reconoció en su momento que fue un modelo de transparencia y eficiencia. Logró precios extraordinariamente positivos; logró eliminar un subsidio gigantesco que el Estado le daba a la Cantv y utilizar ese dinero para fines mejores; logró que el servicio mejorara; logró que se generara mucho más empleo. Toda decisión de política pública tiene un proceso, en toda decisión de política pública hay avances y retrocesos, hay conversaciones, dudas, debates. Pero lo importante no es el debate, lo importante es lo que se hizo. Al final, la prueba, el dato concreto e indiscutible, es que se privatizó la compañía telefónica de una manera transparente y se obtuvieron buenos resultados para el país. Todo lo demás: los comentarios, los cuentos, son chismes secundarios.
–Me habló de las tres sensaciones que le vienen a la cabeza cuando se acuerda de su paso por el gobierno: sueño, porque siempre estaba cansado por trabajar tantas horas; pánico, por las muchas bombas que tenía que desactivar; y esperanza. ¿Se sentía esperanzado al estar en el gobierno? ¿Sentía que estaba construyendo algo?
–La esperanza era lo que lo empujaba a uno, lo que nos empujaba a todos. Era la gran oportunidad de corregir distorsiones importantes, de crear mayor prosperidad para todos, de disminuir la pobreza, de destrancar el juego o de eliminar la corrupción. Yo pensé, muchos pensamos, que era posible; sin embargo, resultó en la pérdida de una generación.
–¿Por qué dice que se perdió una generación?
–Venezuela lleva empantanada desde el 27 de febrero de 1989. Si se compara con lo que ha pasado en el mundo en todos estos años, la pérdida de oportunidades que vivió y sigue viviendo mi país es muy triste. Países miserables lograron crecer alcanzando una gran prosperidad; países devastados por guerras, como Vietnam, han avanzado. En naciones como China, India, Chile, Brasil hay un enorme progreso; en países como Colombia, destruido por la guerrilla, en donde todo era peligro y la gente no podía ni siquiera salir a la calle, se nota un gran avance; en países como El Salvador, que vivió una guerra terrible, hay progreso… En fin, todas esas naciones han progresado, pero los números revelan que Venezuela lleva dos décadas retrocediendo. Décadas que además han sido importantísimas, ya que en los últimos veinte años hemos visto cómo en el mundo se ha hecho posible que los países pobres saquen a su población de la miseria. Venezuela perdió ese tren. Por ahora.
–Pero después del 27 de febrero usted siguió en el gobierno, siguió esperanzado y cuando salió, al año y medio, siguió conectado porque se fue como representante venezolano ante el Banco Mundial. Quiere decir que siguió creyendo que eran factibles los cambios. ¿Cuándo perdió la esperanza?
–Perdí la esperanza cuando vi la convergencia de fuerzas de todo tipo que estaban dispuestas a tumbar a Pérez. Realmente me sorprendió mucho ver a gente muy inteligente, gente decente, que contribuyó a eso. Gente que hoy en día está, o debe estar, profundamente arrepentida. Gente como Ibsen Martínez, que fue el guionista de una novela que se llamó Por estas calles, que hizo un profundo daño distorsionando ante la opinión pública lo que se estaba tratando de hacer. Hoy en día, yo sé –Ibsen es un amigo por quien tengo mucho afecto–, y él lo ha dicho públicamente, que está arrepentido del rol que jugó. Líderes como Rafael Caldera, Ramón Escovar Salom, Marcel Granier, Oscar García Mendoza, Teodoro Petkoff, el grupo de Los Notables, los periodistas, los dueños de medios de comunicación, la mayoría de los políticos, y muchos empresarios… En fin, debe haber una larga lista de gente que por acción u omisión contribuyó a una situación que terminó tumbando a Pérez. Todo el mundo se abalanzó en su contra. Y por supuesto que Pérez cometió errores, y nosotros cometimos numerosos errores, pero fueron errores que los líderes de entonces se los cobraron demasiado caros. Y no se los cobraron al grupo de gobierno y a Pérez, sino que se los cobraron al país y, a fin de cuentas, a sí mismos. Todos seguimos pagando a diario las consecuencias del fracaso de las reformas de Pérez, sobre todo los pobres y la clase media devastada por el estancamiento económico, la inflación y la desesperanza. No fue el fracaso de un Presidente y su equipo de gobierno. Fue el fracaso de la miope generación que lideró a Venezuela en todos sus ámbitos en los años ochenta y noventa.
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